Según nuestra fe, Jesucristo cumplió las esperanzas mesiánicas que habían sostenido al pueblo judío en su camino hacia el futuro. El título de Mesías es de origen hebreo y significa Ungido. Es el título que se le daba al rey que reinaba en Jerusalén, porque la unción con aceite era rito esencial por el que los descendientes del rey David se convertían en reyes. La primera lectura de hoy nos dice que cuando las tribus de Israel eligieron a David como rey, lo ungieron con aceite para significar su nueva autoridad. Hubo reyes hasta el tiempo del exilio seis siglos antes de Cristo. A partir de allí comenzó la espera del Hijo de David que heredaría el reino. Cuando Jesús compareció ante el Sanedrín, la cuestión que decidió su condena a muerte fue que él se identificó como Mesías, como Rey. A la pregunta del sumo sacerdote Caifás de si él era el Mesías de Dios, Jesús contestó de manera afirmativa. Para aquella asamblea esa declaración era blasfema. ¿Cómo se atrevía ese predicador de Galilea a asumir el título que representaba las expectativas salvíficas de Israel, si su predicación, su comportamiento y su procedencia de Galilea no se ajustaban a esas expectativas? Cuando Jesús fue conducido ante Pilato, también la cuestión de su condición de rey fue el centro del diálogo con el procurador romano.
El reinado de Jesús se realiza de modos que desafían toda imaginación humana. La imagen usual de Jesucristo Rey lo representa sentado en un trono, nimbado de luz, con un centro y un globo terráqueo en la mano. La imagen de Jesucristo Rey que nos presenta hoy la liturgia es la del hombre clavado en la cruz, con un letrero escrito en griego, latín y hebreo que proclama Este es el rey de los judíos. Los soldados romanos se burlan de él aludiendo al título. Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. En efecto, si eres rey date tú mismo el indulto y suspende tu ejecución, desclávate de la cruz. Pero el reinado de Jesús no se realiza por medio de ese tipo de poder. No es un poder para salvarse a sí mismo, sino para salvar a otros a través de esa su muerte en la cruz. Uno de los compañeros de suplicio de Jesús repite los desafíos de los soldados. Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro compañero de suplicio algo había oído, algo había comprendido del reinado de Jesús y por eso suplica de otro modo: Señor, cuando llegues a tu reino, acuérdate de mí. No ahora, no me salves ahora. Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero cuando llegues a la realidad definitiva, a la realidad consistente, cuando se establezca tu reino por tu resurrección de entre los muertos, acuérdate de mí. Y Jesús ejerce su autoridad real para salvar y dar vida más allá de la muerte desde el trono de la cruz: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. Ese es el propio ejercicio del reinado de Jesús en su expresión más sublime: vencer al enemigo muerte en sí mismo y compartir esa victoria con cuantos ponemos nuestra fe y confianza en él.
Ese es el tema que también desarrolla san Pablo en su himno de alabanza y bendición a Dios. Él da gracias al Padre porque nos ha hecho capaces de participar en el reino de la luz. Ese es el reino de Cristo. Él nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo amado, por cuya sangre recibimos la redención, esto es, el perdón de los pecados. Cristo ejerce su poder real resolviendo las dos necesidades que ningún poder ni fuerza humano puede realizar. Él nos obtiene el perdón de los pecados en primer lugar. Tomamos decisiones a la ligera, a veces somos negligentes, a veces irresponsables, a veces hacemos lo que sabemos que está mal. Cuando nos damos cuenta de tantas equivocaciones, errores y pecados, ¿quién será capaz de restablecernos, de liberarnos del pasado, para que podamos construir lo que nos queda de futuro de un modo nuevo, responsable, diligente, constructivo? Sólo el amor de Dios manifestado en Cristo que nos perdona, nos renueva, nos restaura y nos permite comenzar de nuevo. Porque Dios quiso que en Cristo habitara toda plenitud y por él quiso reconciliar consigo todas las cosas, del cielo y de la tierra. Así ejerce Cristo su reinado. Él lleva a plenitud la creación reconciliándola con Dios mismo.
La otra necesidad humana que ningún poder humano puede sanar es la muerte, que socava el sentido de la vida. Cristo venció la muerte en sí mismo, resucitando de entre los muertos para establecer un nuevo modo de existir humano en Dios y con Dios más allá de la muerte. Cristo comparte esa victoria con quienes se unen a él por la fe y a través de la eucaristía formamos un solo cuerpo con él. Ese es el ejercicio del poder real que Jesús manifestó, cuando prometió al que estaba clavado junto a él que ese mismo día estaría con él en el paraíso.
Las palabras de san Pablo desbordan la imaginación y capacidad de expresión humanas. Cristo existe antes que todas las cosas, y todas tienen su consistencia en él. Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo.
Ahora bien. Comenzamos a pertenecer al reino de Cristo desde el momento en que por la fe y los sacramentos quedamos unidos a él y comenzamos a participar de su salvación. Quienes quedan unidos a Cristo Rey de ese modo y viven como él vivió, reinan también con él. Al decir de san Pablo si con él sufrimos, reinaremos con él (2Tm 2,12). El modo como ejercemos ese reino es muy variado y diverso. En primer lugar, los cristianos debemos aprender a gobernarnos y reinar sobre nosotros mismos aprendiendo a vivir de acuerdo con la ley moral de Dios. Jesucristo reina en nosotros cuando nos sometemos a la voluntad de su Padre Dios y hacemos de la ley del amor a Dios y al prójimo y de los Diez Mandamientos nuestra norma moral. Ejercemos también el reino y gobierno de Dios cuando administramos nuestra familia, nuestro trabajo, nuestra vida ciudadana con responsabilidad tratando de ordenar todas esas realidades de este mundo de acuerdo con la ley moral de Dios para Dios sea todo en todo y su reino vaya configurando las realidades de este mundo en que vivimos. Si alabamos a Cristo como nuestro rey, entonces comportémonos como miembros de su reino y hagamos sentir su reino en nuestro mundo.
Mons Mario Alberto Molina