El primer día del año es también el octavo día desde la celebración del nacimiento del Hijo de Dios como hijo de la Virgen María. Por eso en este primer día del año celebramos a la bienaventurada María en el misterio de su maternidad divina. La honramos con el título de Madre de Dios. Ese título no significa que ella le dio el ser a Dios, que ella sea la progenitora de Dios. Eso sería una blasfemia. Ella le dio la existencia en su vientre a la humanidad del Hijo de Dios, pero el Hijo de Dios a quien ella le dio existencia humana, existía como Dios desde siempre. Él es la Palabra que estaba junto a Dios, que era Dios y que ya al principio estaba junto a Dios, por la que todo fue hecho y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir (cf. Jn 1,1-3). María es Madre de Dios porque dio existencia humana a uno cuya naturaleza e identidad eran, además de humanas también divinas. Decir que María es la Madre de Dios es el modo de proclamar la identidad divina de su Hijo. Ella puede ser llamada Madre de Dios, porque Dios actuó en ella y ella concibió por obra del Espíritu Santo y el que nació de ella también fue Hijo de Dios en su humanidad. Pero al decir que el Hijo de Dios tuvo madre humana reivindicamos que su humanidad es real, no aparente; es como la nuestra, no de otra especie.
Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley de la muerte, para rescatar a los que estábamos bajo la ley de tener que morir, a fin de hacernos hijos suyos. Ese Hijo nacido de María para morir en la cruz por nosotros y para resucitar para nuestra santificación ha enviado a nuestros corazones de creyentes bautizados a su Espíritu Santo, que nos hace a nosotros también hijos adoptivos de Dios, con licencia para llamar a Dios ¡Padre!, y para tener la certeza de heredar la vida con Dios junto con el Hijo Jesucristo. Ese es el misterio de la Navidad: El Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre para que nosotros hijos de Adán llegáramos a ser hijos de Dios.
Pero hoy es también el inicio del año. Al inicio de este nuevo ciclo de doce meses con el que medimos y nombramos el tiempo, la Iglesia nos presenta a la figura de la Virgen María como nuestra intercesora, bajo cuya protección iniciamos el año. Hasta donde podemos prever, la pandemia seguirá siendo la marca dominante del año que comenzamos. Será el tercero de la pandemia. Las previsiones médicas más creíbles indican que también este año 2022 estará marcado por restricciones, medidas preventivas, contagios y lamentablemente también decesos. Las muertes se darán sobre todo entre los más negligentes para vacunarse, para mantener las distancias y observar aforos, entre quienes se resistan a usar la mascarilla y entre los afectados por otras enfermedades debilitantes previas. Yo creo que es mejor comenzar el año con previsiones sombrías razonadas que con expectativas halagüeñas infundadas. Las previsiones sombrías ponen en evidencia nuestra fragilidad, nuestra mortalidad, nuestra fugacidad, nuestra vulnerabilidad. No controlamos totalmente todas las dimensiones de nuestra vida; estamos sujetos a una multitud de contingencias y condicionamientos que no dependen de nuestra voluntad personal o de nuestra previsión. Ni nos dimos la existencia a nosotros mismos ni somos capaces de asegurar el futuro que deseamos. Por eso buscamos una roca donde hacer pie, donde sostenernos, una roca que nos ofrezca explicación a nuestra existencia y que nos dé estabilidad para el futuro. Esa roca es Dios. Ser creyentes es ser capaces de vislumbrar a Dios como el origen y la meta de nuestra vida, como la fuente de donde surge el ser y en donde encontramos plenitud. Pero Dios no es la ficción que nos inventamos para calmar nuestros temores e inseguridades, sino que Dios es el amor que sale a nuestro encuentro en Jesús, el Hijo de María, y nos habla palabras de eternidad, de consistencia, de belleza, de bondad y verdad.
Por eso pedimos e invocamos la bendición de Dios al inicio del año. Por eso la Iglesia nos propone en este primer día del año la bendición con la que el sumo sacerdote bendecía al pueblo. La palabra “bendecir” está compuesta de dos elementos: el verbo “decir” y el sufijo “ben” que viene de las palabras “bien”, “bueno”. “Ben-decir” es decir algo bueno; es “hablar bien” o mejor dicho “hablar el bien”. Cuando nosotros bendecimos a Dios, lo alabamos narrando todas las cosas buenas que Él ha hecho y todas las cualidades buenas que Él tiene. Hoy lo bendecimos diciéndole: “bendito seas Dios, Padre nuestro, que nos amaste tanto que enviaste a su Hijo a este mundo para que tengamos vida eterna.” Cuando Dios nos bendice, Él dice cosas buenas a nuestro favor. La primera bendición de Dios fue la creación. Dios habló y las cosas existieron; Dios las miró y vio que eran buenas y hermosas (cf Gn 1,31). Cuando Dios habló y dijo: hágase la luz o hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, dijo cosas muy buenas para nosotros; nos dio la existencia. Nos ben-dijo. Dios continúa bendiciéndonos cada día conservándonos la vida, asegurándonos la eterna, sosteniéndonos con su amor en las incertidumbres de cada día. Por eso la primera bendición de Dios a nuestro favor fue crear el mundo y crearnos a nosotros en él. La segunda bendición de Dios fue el envío de su Hijo a este mundo, para el perdón de los pecados y para que tuviéramos vida eterna. Dios nos bendijo cuando habló dijo a Jesucristo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Hb 1,5), y lo hizo nacer como hombre y lo resucitó de entre los muertos. La tercera bendición de Dios es la que él pronuncia sobre nosotros, cuando nos da su Espíritu Santo en el bautismo, la confirmación y la eucaristía y nos dice: “tú también eres hijo mío porque estás unido a mi Hijo Jesucristo”.
Hoy evocamos esas bendiciones en las palabras que hemos escuchado como primera lectura: El Señor te bendiga y te proteja; hagan resplandecer su rostro sobre ti y te conceda su favor. Que el Señor te mire con benevolencia y te conceda la paz. Que este año incierto que iniciamos tenga la certeza de la presencia y el favor de Dios que nos acompaña a través de los contratiempos y bonanzas, a través de los dolores y alegrías, a través de las enfermedades y curaciones, a través de los fracasos y éxitos, a través de los momentos de oscuridad y los de radiante claridad. Que la presencia de Dios y su gracia sea el hilo que hilvane nuestras horas y días, semanas y meses durante este año. Y que en todo momento mantengamos la fe, la esperanza y el amor. Así sea.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán