Pascua VI

Debo comenzar por avisar que la segunda lectura y el evangelio que hemos leído y escuchado son los que la Iglesia asigna para el 7° domingo de pascua y hoy es el 6°.  El 7° domingo de pascua se celebra solo en aquellos lugares en los que la solemnidad de la Ascensión del Señor se celebra el jueves próximo.  En Guatemala, celebramos esa solemnidad el 7° domingo de pascua, el próximo domingo.  Por lo tanto, las lecturas asignadas para el ese domingo podrían no leerse nunca.  Por eso, las leyes litúrgicas permiten que en aquellos lugares donde la solemnidad de la Ascensión del Señor se celebra el 7° domingo de pascua, el celebrante tenga la opción de utilizar el 6° domingo de pascua, es decir hoy, la segunda lectura y el evangelio asignados para el 7°.  Es lo que hice.  Me motivó a hacer el cambio el hecho de que para el 7° domingo de pascua la Iglesia propone la lectura de un pasaje del capítulo 17 del evangelio según san Juan.  Es un capítulo que contiene una extensa y profunda oración de Jesús por sus discípulos, por su Iglesia.

Pienso que es muy consolador escuchar cómo Jesús ora por nosotros.  Esa oración que él pronunció en el contexto de la última cena es también su oración constante por nosotros.  Su oración expresa su deseo.  Por eso, al conocer nosotros el deseo de Jesús, debemos nosotros también unirnos a esa oración de Jesús para pedirle que nos dé su gracia y su favor, para que se cumpla en nosotros lo que él pide a su Padre Dios. 

El pasaje que hemos escuchado son los versículos 20 al 26.  En los anteriores versículos, Jesús ha orado por sus discípulos de entonces.  Pero en esta oración ora por los que seremos sus discípulos gracias al testimonio de los que vinieron antes que nosotros:  Padre santo, no solo por ellos te ruego, sino también por los que crean en mi nombre por la palabra de ellos, para que todos sea uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.  Hemos creído porque hemos recibido el evangelio de Jesús a través de la palabra de sus discípulos.

La oración de Jesús es una oración por la unidad.  Pero no se trata de cualquier unidad.  Jesús no está pensando en que habrá división entre sus discípulos y que hay que orar para restaurar la unidad.  Jesús está pensando en algo más profundo.  Él sabe que nosotros, la humanidad, estamos alejados de Dios, separados de Dios, y pide para que volvamos a estar unidos a Dios y en Dios.  Él pide que quienes creamos en él alcancemos la unidad en Dios.  Una consecuencia de nuestra unidad con Dios y en Dios será la unidad entre nosotros.  Se trata de que la fe se transforme en una dinámica de unidad en Dios y con Dios por el amor.  Así como el Hijo es un solo Dios con el Padre, porque uno vive en el otro y se aman entre sí, que ellos también lo sean en nosotros.  Esa es la expresión de nuestra vocación; esa es la expresión del camino de la santidad: que todos alcancemos la unidad con Dios y en Dios, por medio de Jesucristo en el amor.  En consecuencia, quienes estemos unidos en Dios necesariamente deberemos estar unidos unos con otros.  Por eso, toda manifestación de división entre los discípulos de Jesús será expresión de una deficiente unión con Dios.

Pero Jesús añade una frase más:  También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí.  ¿Qué quiere decir Jesús?  Jesús explica que, para lograr esa unidad con Dios, él nos ha dado su gloria.  ¿Qué gloria es esa?  Una vez leí en una homilía de san Basilio Magno, un obispo del siglo IV, que esa gloria es el don del Espíritu Santo.  El Espíritu Santo en nuestros corazones crea y realiza nuestra unión con Dios y de todos nosotros unos con otros en Dios.  El Espíritu Santo es el amor de Dios que se infunde en nuestro interior y nos atrae hacia Dios.  La forma visible de esa unidad de los creyentes con Dios y entre sí por el don del Espíritu es la Iglesia.  Es más, la misión principal de la Iglesia es conducir a cada creyente a la unidad con Dios y a todos los creyentes a estar unidos entre sí, para todos seamos uno en Dios.  Ese fundamento no se puede quitar nunca: uno en Dios y con Dios.  Así será posible que el mundo crea que Dios ha enviado a Jesús y así daremos testimonio de que Dios nos ama como ha amado a Jesús.

Jesús concluye su oración mirando hacia el futuro.  Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo.  En esta frase, la palabra “gloria” significa el esplendor de la divinidad en la humanidad de Cristo.  Él pide que la unidad que comienza a realizarse en este tiempo alcance su plenitud en Dios mismo.  Jesús pide que alcancemos la gloria del cielo junto con él, en la presencia de Dios, porque Dios nos ama.

La segunda lectura expresa de otro modo este deseo de Jesús.  El vidente del Apocalipsis oye una voz, es la voz de Jesucristo glorificado:  Mira, llego en seguida y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio trabajo.  Esas son palabras que suscitan la esperanza.  No somos nosotros los que debemos esforzarnos por llegar hasta Dios, es Cristo mismo el que viene a nosotros para llevarnos con él y conducirnos a la meta de nuestra esperanza.  Él es el principio y la meta de toda la creación:  Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin.  Al hacer esa declaración sobre sí mismo, Cristo nos dice que él tiene la autoridad, la facultad, el poder de realizar lo que promete, de llevar a cabo nuestra salvación.  Pero nos dice también que nuestro principio y nuestro fin están en él, que no debemos buscar las coordenadas de nuestra vida fuera de él.

Y finalmente nos invita:  El que tenga sed y quiera, que venga a beber de balde el agua viva.  Nosotros tenemos sed de Dios, de felicidad, de plenitud, de gozo, de amor.  En Dios lo encontramos.  Por eso supliquemos también nosotros:  Ven, Señor Jesús.  Ven a llenar nuestra mente y nuestro espíritu.  Ven a iluminar nuestras oscuridades.  Ven a sanar nuestras heridas.  Ven a llenar nuestro vacío interior.  Ven y sácianos de tu presencia.  Ven y llénanos de tu gracia y tu alegría.  Ven y danos tu paz.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán