Pascua III

Hoy hemos leído y escuchado un pasaje evangélico que narra dos episodios distintos uno detrás de otro.  El primer episodio relata una tercera aparición de Jesús a sus discípulos, según la cuenta del evangelista Juan.  El domingo pasado escuchamos el relato de las dos primeras.  El segundo episodio es el interrogatorio que Jesús le hace a Pedro acerca cuánto lo ama y el anuncio de su futuro martirio.  El relato tiene un inicio extraño.  El evangelista nombra a Simón Pedro, a Tomás y a Natanael, menciona también a los hijos de Zebedeo sin nombrarlos (sabemos que son Santiago y Juan) y luego a otros dos discípulos más que permanecen anónimos.  Están en Galilea, no en Jerusalén.  Da la impresión de que han vuelto a sus trabajos de antes.  El encargo de Jesús de enviarlos a perdonar los pecados con la fuerza del Espíritu Santo parece que no ha sido asumido todavía.  Pedro toma la iniciativa de pescar, los otros se le unen, y pasan la noche en vano.  No tienen éxito.

Entonces Jesús se les aparece, pero no lo reconocen.  En las dos primeras apariciones se había presentado en la sala donde estaban y se había identificado por las cicatrices de sus manos.  Ahora no.  Este es un estilo distinto de aparición, que caracteriza también otras apariciones de Jesús.  Los dos discípulos que caminaban hacia Emaús no reconocieron que Jesús era el extraño que se les unió en el camino; María Magdalena creyó que era el jardinero el hombre que estaba detrás de ella junto a la tumba de Jesús.  Jesús no da ningún signo de presencia extraordinaria.  Su presencia es humilde, discreta, oculta bajo el aspecto de otro.  Creo que ese rasgo habla del modo como usualmente Jesús llega a nosotros.  Llega bajo el aspecto de otro y nos habla y nos toca el corazón.  Solo cuando hay una experiencia de éxtasis, el vidente ve escenas y figuras extraordinarias, como nos cuenta hoy el pasaje del Apocalipsis.  A san Pablo se le apareció como luz y como voz, sin aspecto humano.  Estemos pues atentos a esas formas ordinarias y comunes como Jesús resucitado se acerca a nosotros y nos habla.

El desconocido entabla un diálogo con los pescadores frustrados y les indica que echen nuevamente la red a la derecha de la barca.  No sé si los pescadores normalmente tiraban la red a la izquierda de la barca y esa orden ya era insólita.  Pero el éxito de la pesca les hace ver que algo extraordinario ha sucedido, no en la persona de Jesús, sino en lo que les ocurre a los que lo ven.  El discípulo a quien Jesús amaba es el primero en pronunciarse:  Es el Señor.  El amor hace posible el reconocimiento de la fe.  Pedro impetuoso se lanza al agua con la pretensión de llegar así antes a la orilla.  Los demás reman a la playa arrastrando la red repleta de peces.

Al saltar a tierra descubren que Jesús ha hecho fuego y ya tiene un pescado y un pan sobre las brasas.  Jesús les pide que traigan de los pescados que acaban de capturar.  Y los invita a comer.  Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿quién eres?  Porque sabían que era el Señor.  Jesús no se conoce en la indagación crítica, sino en la acogida creyente.  Jesús se insinúa, no se impone, para que nuestra fe sea libre y generosa.

Después de comer, Jesús interroga por tres veces a Pedro acerca de su amor por él.  La primera vez, Jesús hace una pregunta comparativa: ¿me amas más que estos?  En la segunda y tercera vez, Jesús solo pregunta por el hecho: ¿me amas? ¿me quieres?  A cada respuesta positiva de Pedro, Jesús le encarga el cuidado de sus ovejas; es decir, de sus discípulos.  Jesús confía el cuidado de su grey no al discípulo que amaba, sino al discípulo que lo había negado y se había arrepentido.  Jesús nunca explica por qué preguntó tres veces; el evangelista tampoco.  Pero siempre hemos entendido que de ese modo Jesús le ofreció a Pedro la oportunidad de reparar sus tres negaciones, especialmente porque al final le anuncia que ese amor de Pedro por Jesús lo llevará a morir crucificado:  cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras.  Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a Dios.  El amor de Pedro por Jesús fue tal que superó el temor que antes lo había inducido a negar que siquiera conocía quién era Jesús.  El amor de Pedro por Jesús fue tal que le dio la valentía para dar testimonio de Jesús ante las autoridades e incluso asumir la muerte en la cruz.

Una muestra de esa valentía es el relato de la primera lectura de hoy.  Las autoridades judías reprenden a los apóstoles y los conminan a no predicar ya más acerca de Jesús.  Pedro, como portavoz de los demás apóstoles, responde:  Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres.  Esa declaración solo se puede hacer si uno tiene la conciencia firme de estar obedeciendo a Dios.  Los apóstoles tenían esa conciencia pues habían recibido el mandato de Jesús resucitado de ir por todo el mundo para anunciar el evangelio.  Había un mandato objetivo, que ellos asumieron como compromiso de vida.  Ese principio está vigente también para nosotros.  Los cristianos, que sabemos que somos responsables ante Dios de nuestros actos y que debemos darle cuenta de lo que hemos hecho, asumimos en conciencia sus mandamientos, su ley moral.  No nos fabricamos nosotros los principios morales a nuestra conveniencia y ventaja y luego decimos que estamos obligados a seguir nuestra conciencia, a veces en contra del mandamiento explícito y claro de Dios.  Ese no es el modo como funciona la conciencia cristiana.  Por el contrario, nosotros conocemos los mandamientos de Dios, qué ordenan, si es grave o leve lo que ordenan, cuáles pueden ser los atenuantes y los agravantes de la acción.  Y esos criterios objetivos los interiorizamos y en conciencia los obedecemos para gloria de Dios o los desobedecemos haciéndonos culpables de pecado ante Dios misericordioso. 

Demos gloria y honor a Jesús, como lo hacen los ángeles según el testimonio del Apocalipsis.  Aprendamos a cantar en la tierra con las mismas palabras que, según la Biblia, usan los ángeles.  Proclamemos:  Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.  Demos gracias a Dios que nos concede cantar ya en la tierra el canto de los ángeles en el cielo.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán