El pasaje evangélico que acabo de leer y ustedes acaban de escuchar narra dos apariciones de Jesús resucitado. Una aparición tuvo lugar en la tarde del día en que encontraron la tumba vacía. Recordemos que ese día era el primero de la semana, que nosotros llamamos “domingo”. La segunda aparición de Jesús ocurrió ocho días después, el domingo siguiente. Casualmente la segunda lectura también narra otra aparición de Jesús resucitado a Juan, que también tiene lugar un domingo. Pareciera en base a esos tres testimonios, que Jesús tuviera una preferencia por aparecerse los domingos. Por eso, en conmemoración del descubrimiento de la tumba vacía y las primeras apariciones de Jesús en domingo, los cristianos comenzaron enseguida a reunirse para orar y celebrar la cena del Señor el primer día de la semana, el domingo. Los cristianos antiguos, tanto griegos como latinos, llamaron a ese primer día de la semana: “día del Señor” o “día señorial”, dies dominicus, de donde deriva el nombre en español de ese día: domingo.
Si no sabemos eso, no acabamos de entender por qué haya obligación de participar en la misa el domingo. La Iglesia obliga a los católicos a participar, si es posible de modo presencial, en la misa del domingo, porque la fe se hace vida a través de las prácticas. La Iglesia nos educa en la fe al decirnos que es necesario venir a misa el domingo. Así además compartimos la fe con otros creyentes. La fe es un acto personal, de cada uno, pero se recibe, se desarrolla y vive junto con otros, en la Iglesia. El domingo venimos al encuentro del Señor el día en que él viene a nuestro encuentro. Según el testimonio antiguo eso fue el domingo. Ese día se manifestó resucitado por primera vez a las mujeres que fueron al sepulcro y ese día se dejó ver de sus apóstoles para comunicarles su Espíritu, enviarlos en misión y disipar sus dudas.
En los relatos de hoy, Jesús se aparece de repente en el cuarto donde están los discípulos, sin necesidad de le abran la puerta para que entre. El caso del vidente Juan del Apocalipsis es diferente, pues él entra en un éxtasis, en una especie de arrobamiento que lo transporta a otra dimensión. Pero en la aparición que narra el evangelista, Jesús viene desde otra dimensión y se hace presente en la nuestra. Pero todo esto es extraordinario. Efectivamente, la resurrección de Jesús es un acontecimiento que desborda lo usual y natural. La resurrección nos introduce en un mundo que desborda las leyes que hasta la fecha hemos descubierto para explicar el mundo. En otras palabras, la resurrección de Jesús nos introduce en una dimensión de la realidad que supera y desborda lo que la razón humana en su estado actual de conocimiento puede captar de esa realidad según el método experimental o el cálculo matemático. La resurrección de Jesús nos introduce en una dimensión de la realidad que desbordará siempre lo que la razón humana será capaz de aprehender, pero siempre podrá intuir.
Los domingos venimos a misa a encontrarnos con Jesús resucitado. Él nos habla cuando se leen los pasajes de la Escritura elegidos para ese día. Él se hace presente en medio de nosotros cuando el pan y el vino, por la acción del Espíritu Santo y las palabras del sacerdote se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús está en medio de nosotros el domingo cuando a través de la liturgia él actúa en la persona del sacerdote para traernos la salvación.
Cuando Jesús le ofrece a Tomás la posibilidad de tocarlo para curar sus dudas, lo instruye para que comprenda que el resucitado no es una imaginación subjetiva, sino una realidad objetiva; no es una visión que la mente humana proyecta hacia fuera, sino una realidad extramental que se hace visible y es acogida en la fe. La resurrección no es la memoria agradecida de Jesús en la mente de los discípulos; es la obra creadora de Dios en el cuerpo y el alma humana de Jesús de modo que la humanidad de Jesús comenzó a vivir una nueva forma de existencia en Dios y desde Dios. La resurrección no es la adaptación a Jesús de los mitos griegos de la inmortalidad de los héroes divinos; es el cumplimiento anticipado en Jesús de la promesa de Dios de resucitar a los justos y dar vida a sus mártires. La resurrección no es el relato imaginativo producido por la mente ingeniosa de sus discípulos para ilustrar el alcance de la persona y el mensaje de Jesús; los relatos de la resurrección son la narración admirable de aquellos testigos originarios de nuestra fe que supieron contar en historias sobrias, exentas de fantasía apocalíptica, la experiencia de que Jesús el crucificado estaba vivo junto a Dios y comunica esa victoria suya sobre la muerte y el pecado a quienes ponen su fe en él.
Jesús al resucitar venció la muerte en él. Él inauguró un nuevo modo de existir humano después de la muerte en Dios y para Dios. Al darnos su Espíritu, en el bautismo y la confirmación, él comparte con nosotros de forma espiritual esa vida nueva que ha comenzado en él. Nuestra resurrección comienza con la transformación espiritual por la cual dejamos atrás el pecado y comenzamos a vivir orientados hacia Dios. Cuando nosotros muramos a este cuerpo viviremos para Dios, estaremos con Dios. La resurrección plena ocurrirá cuando se complete la historia del mundo y todos los creyentes en Cristo comencemos a reinar con él en Dios para siempre.
Que el Señor nos conceda creer en Cristo, resucitar con él ya desde ahora, para vivir como discípulos suyos con alegría y esperanza. La esperanza de nuestra resurrección no nos distrae de nuestras responsabilidades en este mundo, pues debemos hacernos idóneos para participar en la resurrección por la ejecución responsable de nuestras obligaciones en la tierra. La esperanza en la resurrección nos motiva a vivir con responsabilidad moral. El deseo de resucitar con Cristo debe impulsar a los esposos a respetarse mutuamente y educar a sus hijos con cariño y dedicación. La conciencia de que vamos a resucitar nos debe motivar a realizar nuestro trabajo de manera cabal y honrada y a participar en la vida de la comunidad para buscar entre todos un mundo mejor. No debemos olvidar nunca que el camino hacia el cielo y la resurrección se hace caminando bien aquí sobre la tierra.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán