La fiesta de la transfiguración del Señor prevalece sobre la liturgia propia del 18° domingo del tiempo ordinario. Pero es muy apropiado que así sea, pues, si el domingo celebramos la resurrección del Señor, su transfiguración ante los ojos de los apóstoles Pedro, Juan y Santiago fue un anticipo de la misma resurrección. Es más, Jesús resucitado nunca se mostró a sus discípulos en el esplendor de su gloria; o al menos, ninguno de los relatos de las apariciones de Jesús resucitado registrados en los evangelios dice que Jesús se mostró radiante y glorioso, excepto las visiones al inicio del libro del Apocalipsis. En los evangelios, los relatos de apariciones indican que se presentó en apariencia de otro; o que podía ser confundido con un jardinero; o que su porte externo llevaba las marcas de los clavos y la lanza. Fue antes de su muerte en la cruz cuando tres de sus apóstoles pudieron tener un atisbo anticipado de su gloria futura.
Por eso, el apóstol san Pedro, en la lectura que hemos hecho hoy de un pasaje de su Segunda carta, para afirmar la certeza de la futura venida gloriosa de Cristo, no recurre como prueba a las apariciones de Jesús resucitado, sino a su transfiguración en el monte. Dice con toda confianza: Cuando les anunciamos la venida gloriosa y llena de poder de nuestro Señor Jesucristo, no lo hicimos fundados en fábulas hechas con astucia, sino por haberlo visto con nuestros propios ojos en toda su grandeza… mientras estábamos con el Señor en el monte santo. La transfiguración del Señor fue para los apóstoles anticipo de la gloria que transformaría el cuerpo mortal de Jesús en cuerpo irradiado por su divinidad. El relato de la transfiguración del Señor es para nosotros el testimonio apostólico de que, si el cuerpo humano de Jesús pudo irradiar de ese modo la gloria de la divinidad, también nuestros cuerpos mortales, unidos al de Cristo por la comunión eucarística, serán finalmente transformados con Cristo para vivir en la luz y la gloria de Dios. El Señor Jesús vendrá en la gloria de su majestad para juzgar a vivos y muertos y llevar a plenitud la salvación que ya comenzó con su muerte y resurrección.
Esta fiesta es la respuesta de Dios al gran enigma humano de la muerte cierta. Quienes viven sin fe y sin Dios, por fuerza deben pensar que la muerte es el final de la existencia. Así como no existimos antes de nacer; los que no creen en Dios deben pensar que no existiremos después de morir. Pues en base a qué, o dónde, o por fuerza de quién podemos pensar que nosotros viviremos después de la muerte, si somos de aquellos para quienes Dios no cuenta, no existe, no importa. Quienes no creen en Dios o viven sin Dios, piensan que nuestra existencia es una casualidad, que la vida en la tierra es una conjunción afortunada de coincidencias, que la vida no tiene propósito, y que lo único posible es sacarle provecho al momento presente sin hacer daño a los demás, que también tratan de sacarle provecho a su vida evitando el daño a los demás. Y si para sacarle provecho a la vida te embarcas en acciones ilegales, inmorales y criminales, entonces debes cometer tus fechorías con suficiente encubrimiento para que nadie te atrape y si te atrapan, sobornar a quienes sea necesario para que no te condenen. Así funciona nuestro mundo que ha olvidado a Dios.
Pero nosotros sabemos que Cristo ha vencido a la muerte. Sabemos que la muerte no es el final. Sabemos que Cristo resucitó de entre los muertos. Que su divinidad de tal modo irradió en su humanidad que la llenó de la gloria, de la vida, de la eternidad de Dios. Nosotros creemos que Cristo dispuso que hubiera medios para que nos uniéramos a él de tal forma, que llegáramos a ser un solo cuerpo con él. A través del bautismo y la confirmación, a través de la participación en la eucaristía y la comunión de su Cuerpo y su Sangre, nos unimos de tal forma a su Cuerpo glorioso, que ya comienza a actuar en nosotros la fuerza de la resurrección. Resucitamos de adentro para fuera, pues ya por la fe se ilumina nuestro interior, nuestra alma se une a Dios, aunque aquí todavía de modo intermitente y parcial. En esta vida crecemos en santidad desde dentro de modo que, tras la muerte, cuando ocurra la resurrección de los muertos, también nuestros cuerpos mortales quedarán imbuidos de la gloria y la santidad de Dios que ya había comenzado a transformarnos desde nuestro interior. Esa es nuestra fe; esa es nuestra esperanza.
Reina el Señor, alégrese la tierra, cante de regocijo el mundo entero. Ha brillado para nosotros la esperanza. Tenemos la luz de Cristo que ilumina nuestras vidas. Ya no vivimos en sombras de muerte. Ha venido el salvador para iluminar a los que están en tinieblas y en sombras de muerte, para dirigir nuestros pasos hacia el camino de la paz (Lucas 1, 79). Por eso el Hijo de Dios se hizo hermano nuestro y tomó nuestra humanidad y la hizo suya, para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo, y librar a aquellos a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida (Hebreos 2, 14-15). Dios nuestro Padre nos arrancó del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, de quien nos viene la liberación y el perdón de los pecados (Colosenses 1, 13-14). Nosotros ya no somos de aquellos que viven sin esperanza y sin Dios en el mundo (Efesios 2,12), sino que somos conciudadanos dentro del pueblo de Dios y familia de Dios (Efesios 2,29). Todo esto, porque Cristo se hizo hombre como nosotros y con su resurrección transformó su humanidad de mortal en gloriosa e inmortal y nos permite tener la esperanza de que un día nosotros también unidos a él compartiremos su gloria y su divinidad.
Valoremos ese tesoro de nuestra fe. Hoy, en coincidencia con la Jornada Mundial de la Juventud que se celebra en Lisboa, la pastoral juvenil arquidiocesana ha dispuesto que los jóvenes de la arquidiócesis de Los Altos, reunidos aquí en Coatepeque, celebremos a Cristo glorioso, pues él es nuestra luz, nuestra alegría, nuestra esperanza. No hay otra persona que pueda llevarnos a Dios, sino Jesucristo, porque él vino de Dios para rescatar a los que vivíamos en la ignorancia de Dios y llevarnos hacia Él. Demos gracias por el amor con que Dios nos ha amado, por la fe Cristo ha suscitado en nuestra mente, por la alegría que su Espíritu genera en nuestro corazón. Ser cristianos es nuestro orgullo y alegría.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán