Epifanía

Esta solemnidad de la Epifanía del Señor se celebra en dos dimensiones: una popular y otra teológica.  La celebración popular tiene como punto de partida el relato de la visita de los magos a Jesús:  hoy es el día de los reyes magos, que traen regalos al Niño Dios en Belén; y que, en algunos lugares, traen a los niños bien portados los regalos que no llegaron a tiempo para Navidad.  En la familia, al que le toca el pedazo de la rosca con la imagen del Niño debe invitar a los parientes y amigos a comer el último tamal de Navidad.  La celebración teológica o litúrgica también se desarrolla a partir del relato de la visita de los magos al Niño Jesús, pero entiende esa visita en clave salvífica:  los magos representan a los pueblos no judíos, que buscaban a un Salvador y lo encontraron en Jesús.  Hoy es el día para celebrar la universalidad del evangelio, la catolicidad de la Iglesia y su tarea misionera y evangelizadora.  Naturalmente hoy hablaré sobre esta dimensión teológica y litúrgica.   

Hay una pregunta de fondo que a veces se plantea explícitamente.  ¿De dónde surge la pretensión de Jesucristo de ser el Salvador de toda la humanidad en todos los tiempos y lugares?  O de otro modo: ¿por qué nosotros acá en Guatemala debemos tener como centro de nuestras prácticas religiosas y considerar salvador nuestro a un personaje que vivió hace dos mil años al otro lado del mundo?  ¿No bastan nuestra religiones locales y ancestrales para satisfacer nuestras necesidades de ritos y ceremonias?  De hecho, no son pocos los que todavía hoy caminan a lugares sagrados mayas para ofrecer allí ritos y oraciones; no son pocos los que confían sus preocupaciones sobre el presente y futuro a personajes e imágenes de tradición local como Maximón.  ¿Por qué decimos los cristianos que esas prácticas son demoníacas o al menos inútiles para obtener la salvación? 

Para responder a estas preguntas debemos conocer y comprender la identidad y la misión de Jesús.  ¿Para qué vino al mundo y nació como Hijo de María el Hijo de Dios?  ¿Cuál fue la misión principal de Jesús?  Algunos dicen que Jesús vino para enseñarnos a amar a Dios y al prójimo y para advertirnos que al final de nuestros días deberíamos darle cuenta de si durante nuestra vida habíamos dado de comer al hambriento, si habíamos albergado al migrante y ofrecido atención sanitaria a los enfermos.  Es verdad que Jesús enseñó esas obligaciones morales hacia el prójimo, pero no hacía falta que el Hijo de Dios se hiciera hombre y muriera en la cruz para subrayar la importancia de esa enseñanza moral.  Además, esas enseñanzas ya estaban en el Antiguo Testamento.  Lo que los evangelios destacan, lo que las cartas de san Pablo subrayan, lo que en la liturgia celebramos como la misión de Jesús es su muerte y resurrección.  Jesús nació para morir por nuestros pecados y para resucitar y aniquilar así el poder de la muerte.  Su enseñanza moral está subordinada a este propósito principal.  Jesús vino para que conociéramos a Dios, experimentáramos su amor por nosotros; para que conociéramos nuestra dignidad y vocación de ser hijos adoptivos de Dios llamados a la vida con Dios para siempre.  Jesucristo vino para dar respuesta a los dos grandes enigmas que agobian a toda persona que ha existido, existe y existirá.  Donde quiera que haya personas, deberán tomar decisiones y actuar.  Si hay reflexión, conocimiento y madurez esas decisiones y acciones serán constructivas y buenas.  Pero más frecuentemente ocurre lo contrario:  tomamos decisiones equivocadas, irresponsables, negligentes y a veces hasta destructivas; realizamos acciones que transgreden la ley moral.  Cuando queremos corregirnos, ¿quién nos alivia del peso de ese pasado?  ¿Quién nos libera del pasado para que podamos comenzar de nuevo y que nuestro futuro tenga un significado positivo?  Solo el perdón de Dios es capaz de recrearnos, de regenerarnos.  Y eso lo ofrece Jesucristo a todos los que crean en él pues él ofreció su vida en la cruz para el perdón de los pecados.  Por eso el evangelio debe ser anunciado a todos los que esperan perdón. 

Por otra parte, todo ser humano, de todos los tiempos y lugares experimenta la muerte.  Si la muerte es el final inexorable de la vida, ¿para qué nacer, para qué vivir?  ¿Qué sentido tiene el esfuerzo que ponemos en nuestro trabajo, en la educación de los hijos, en llevar una vida con sentido, si al final nada tiene sentido?  Jesucristo con su resurrección ha destruido el poder de la muerte y él comparte esa victoria sobre la muerte con quienes creen en él.  Él es el único que ofrece respuesta a esos grandes enigmas de la humanidad.  Por eso él se presenta como salvador de todos los pueblos y naciones del mundo y de todos los tiempos.  Por eso nosotros en Guatemala ponemos nuestra fe en Él, aunque vivió del otro lado del mundo hace veinte siglos.  Hoy celebramos que los magos fueron los primeros gentiles, es decir, no judíos como nosotros, que llegaron a adorar a Jesucristo y a reconocerlo como rey y salvador, como su Dios y Señor.  Nosotros, al cabo de tantos años, nos identificamos con ellos para proclamar nuestra fe en Jesús.  La Iglesia es católica no solo porque transmite toda la verdad salvadora, cuenta con los medios suficientes para comunicar la salvación, sino que también abarca en su seno a hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares que quieran creer en Jesucristo como su Señor y su Dios.  Ninguna otra religión de tradición humana, ninguna otra imagen como Maximón y otras que se le parezcan, ninguna otra práctica religiosa puede ofrecernos lo que Jesús nos da.  En la medida en que esas prácticas nos distraen de Jesús y nos hacen pensar que cosas de este mundo tienen el poder de Dios son demoníacas; en la medida en que no dan la salvación son inútiles. 

Por este motivo hoy san Pablo proclama:  Han oído hablar de la distribución de la gracia de Dios: que, por el Evangelio, también los paganos, es decir los pueblos de todo el mundo y de todos los siglos, son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo.  Es decir, en Cristo se ha manifestado el gran amor de Dios por el que tenemos la gracia del perdón de los pecados, de llegar a ser sus hijos por misericordia y favor y de heredar la vida eterna.  Y por eso también Isaías proclama con júbilo:  Levántate y resplandece, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor alborea sobre ti.  Caminarán los pueblos a tu luz y los reyes al resplandor de tu aurora.  Y por eso también con el salmista decimos:  Que te alaben, Señor, todos los pueblos.  Danos la gracia, Señor, para que nunca decaigamos de nuestra fe en ti.  Amén.