Domingo XXXIII Solemnidad de Cristo Rey de Universo

El diálogo entre Pilato y Jesús durante su pasión no podría ser más desconcertante.  Es de madrugada.  La noche anterior, un pelotón ha capturado a Jesús en el huerto de Getsemaní, y según el evangelista Juan, lo condujo a casa de Anás, el suegro del sumo sacerdote.  Al amanecer, Anás envió al prisionero al sumo sacerdote Caifás, quien a su vez lo remitió maniatado al procurador romano Poncio Pilato para procurar su ejecución.  Lo acusan de sedición contra Roma por su pretensión de ser rey.  Ellos, las autoridades judías, no tienen la facultad de condenar a nadie a muerte.  En esas circunstancias se inicia el diálogo entre el representante del reino de los hombres y el que ejerce el reinado de Dios que hemos escuchado hoy en la lectura del evangelio.

Pilato pregunta, seguramente incrédulo y asombrado: ¿eres tú el rey de los judíos?  La pregunta de Pilato hay que entenderla así: Explícame, Jesús.  Te han traído ante mí maniatado y humillado, y sin embargo te acusan de pretender ejercer el poder contra Roma.  Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí, ¿qué es lo que pretendes alcanzar si ni siquiera ellos te reconocen como jefe?  ¿Qué es lo que has hecho?  Creo que la pregunta de Pilato surge de un intento de entender para poder sentenciar con justicia.  Más tarde, en la segunda parte del diálogo, que no hemos leído hoy, Pilato cambiará de actitud; pero inicialmente hay un deseo de entender para juzgar bien.

Jesús le dio una respuesta, que Pilato seguramente no entendió ni podía entender:  Mi reino no es de este mundo.  Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera yo en manos de los judíos.  Pero mi reino no es de aquí.  Pilato solo entendió que Jesús se declaraba rey, pero no entendió el resto de la respuesta de Jesús.  Por eso volvió a preguntar ahora con ironía y asombro: ¿con que tú eres rey?  Nosotros, sin embargo, vamos a tratar de entender la respuesta de Jesús.  Reivindica el título de rey, pero no el de rey de los judíos.  Mi reino no es de este mundo.  Eso quiere decir, mi reinado, el ejercicio de mi poder real, no se ejerce al modo como lo hacen los reyes de este mundo.  En aquel tiempo, el poder lo daban las armas.  El reinado de Jesús ciertamente se despliega en este mundo, pero no al modo como lo ejercen los poderosos ni con los fines que persiguen los poderosos.  Por eso explica que si su reino fuera de esa clase, mis servidores, es decir, mis soldados, habrían luchado para que no cayera yo prisionero.  Pero el hecho de que yo esté prisionero no menoscaba ni disminuye para nada el ejercicio de mi reinado. 

Soy rey, declara Jesús.  Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad.  Todo el que es de la verdad escucha mi voz.  Y ahora nosotros preguntamos: ¿de qué verdad es testigo Jesús?  ¿Cómo es ese reinado que se realiza dando testimonio de la verdad?  La verdad de la que habla Jesús es en primer lugar el mismo Dios.  Jesús ha nacido y ha venido a dar testimonio de Dios, de su misericordia y de su amor, de su voluntad salvadora hacia la humanidad, de su voluntad de perdonar los pecados y conceder la vida eterna.  Esa es la verdad invisible que da consistencia a la realidad visible.  Jesús ha venido a dar testimonio de esa verdad.  Y el ejerce su reinado sobre aquellos que aceptan esa verdad, la escuchan y viven de acuerdo con ella.  Nosotros también reconocemos a Jesús como nuestro rey, cuando lo escuchamos y aceptamos la verdad de su evangelio. El reinado de Jesús no se impone por la fuerza de las armas, sino que se ofrece por la convicción del amor.

Pilato debió sentirse abrumado y desconcertado.  Su siguiente pregunta no quedó incluida en el pasaje elegido para este domingo: ¿y qué es la verdad?  Esa es una pregunta que parece surgir más del escepticismo de que haya alguna verdad que de la inquietud por encontrarla.  Pilato salió hacia los acusadores de Jesús y lo declaró inocente.  Yo no encuentro delito alguno en este hombre.  Conocemos el resto de la historia.  Al final Pilato cedió y accedió al clamor de los judíos y permitió que crucificaran a Jesús.  Y ese fue el testimonio supremo que Jesús dio de la verdad de Dios y por eso su reinado se ejerce desde la cruz en la que fue condenado por los hombres que rechazaron la verdad.

En la segunda lectura que hemos escuchado hoy, tomada del inicio del libro del Apocalipsis, el autor del libro saluda a los lectores deseándoles la gracia y la paz de parte de Jesucristo, a quien llama el testigo fiel.  Podemos ver en esa manera de designar a Jesús una alusión a la declaración de Jesús: soy rey porque soy testigo de la verdad.  Por eso, Jesús es también el soberano de los reyes de la tierra.  El que nos amó y nos purificó de nuestros pecados con su sangre y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre.  Nosotros los que hemos escuchado la verdad del evangelio y queremos vivir de acuerdo con esa revelación que nos viene de Dios por medio de Jesucristo, pertenecemos al reino de Cristo.

El reinado de Cristo es el fundamento de la libertad de los hombres.  A la soberanía de Cristo han apelado a lo largo de los siglos todos aquellos que han desafiado la arbitrariedad del poder humano.  Frente a las pretensiones de los poderosos de este mundo de convertirse en árbitros supremos de la vida y hacienda de los hombres, el recurso a la verdad de Dios es el fundamento para desafiarlos.  Ellos creen que detentan el poder máximo, sin saber que sobre ellos hay un Dios al que deberán rendir cuentas y que es para los oprimidos por ese poder fundamento de la propia libertad.  Al grito de ¡Viva Cristo Rey! una gran cantidad de mártires han desafiado los caprichos del poder humano.  Cristo es el soberano de los reyes de la tierra.  La certeza de creerlo y la confianza de decirlo rebaja la soberbia humana y la enfrenta a su propia mortalidad.

En este último domingo del año litúrgico honramos a Cristo Rey como la meta y el fin de la historia humana.  A él tiende nuestro deseo, hacia él se dirige nuestra mirada.  Cristo reina en sus santos, en aquellos que escuchan su palabra, obedecen su voz, acogen su evangelio y viven de acuerdo con la voluntad del Padre.  A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán

 

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