El pasaje evangélico de hoy es polémico. Jesús contrasta y contrapone dos tipos de personas. Por una parte, los escribas. A pesar de que el domingo pasado leímos el relato de un episodio en que un escriba y Jesús competían para darse mutuos elogios y aprobación; este domingo Jesús generaliza y descalifica a los escribas por igual y parejo. Les encanta pasearse con amplios ropajes y recibir reverencias en las calles; buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; se echan sobre los bienes de las viudas haciendo ostentación de largos rezos. Estos recibirán un castigo muy riguroso. Los escribas de que habla Jesús son los conocedores de la Escritura, los intérpretes del texto sagrado, los maestros de la Ley de Dios, personas que por su oficio eran vistos y tratados con respeto. En la opinión de la gente eran personas a las que algo de la santidad de la Palabra de Dios se les había pegado ya que la estudiaban día y noche. Y, sin embargo, Jesús las critica y las fustiga y las rechaza. ¿Por qué? Porque en su opinión instrumentalizaban su conocimiento teológico y el prestigio de que gozaban ante la gente en beneficio propio. El aura de santidad en que la gente los tenía les servía para aprovecharse y ganar ventajas y beneficios. Jesús rechaza, con la misma fuerza con que desalojó a los mercaderes del templo, a los mercaderes de la religión de antes y de ahora.
Esta crítica de Jesús va dirigida sobre todo contra nosotros, obispos y presbíteros, que ostentamos cargos y ejercemos ministerios en la Iglesia. Son una advertencia para que nos examinemos si aprovechamos la consideración en que nos tienen los fieles laicos para ventajas ilícitas, para beneficios indebidos, para honra propia y no la de Dios. La incoherencia entre la conducta que prometemos llevar y lo que realmente hacemos merece esta censura de Jesús. Existe el perdón, pero debe ir acompañado del arrepentimiento.
A modo de contraste, Jesús señala la actitud de una viuda pobre. La mujer es socialmente insignificante, nadie se fija en ella ni la tiene en consideración. No tiene de qué o con qué hacer ostentación de nada. En cuanto a su ofrenda, a su acto de piedad, lo que deposita en la alcancía es objetivamente insignificante. Pero Jesús se fija en la intención: Esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. Porque los demás han echado de lo que les sobraba; pero esta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir. Por eso su acto de culto fue genuino, por eso su ofrenda fue aceptable a Dios, por eso Jesús la puso como ejemplo.
Debemos dar gracias a Dios cuando se juntan en una persona la santidad del cargo o ministerio que ejerce y la autenticidad y rectitud de las intenciones con que lo ejerce. Debemos dar gracias a Dios cuando nuestros actos de piedad y devoción son solo para agradar a Dios y consagrarle a él nuestra fe y nuestra devoción. Debemos siempre esforzarnos para no hacer de la religión un negocio, un beneficio mundano, un medio para la promoción personal.
Hoy también hemos leído un pasaje importante de la carta a los hebreos, que nos recuerda la misión de Cristo como nuestro salvador. El autor de esta carta compara la obra de Cristo con la que los sacerdotes del Antiguo Testamento realizaban en el templo de Jerusalén. El culto que se realizaba en ese lugar, oficiado por los sacerdotes, tenía por objetivo lograr de Dios el perdón de los pecados, la reconciliación con él. En concreto, había una celebración que se realizaba solo una vez al año, cuando el sumo sacerdote, llevando en sus manos una vasija con la sangre de un carnero, entraba hasta el lugar más sagrado, que representaba la presencia de Dios, para asperjar el lugar con la sangre del animal y suplicar así el perdón de los pecados propios y los del pueblo.
Jesús ejerció un ministerio sacerdotal, pero no en un templo aquí en la tierra, sino en el mismo cielo, explica el autor de la carta. Al resucitar y llegar hasta la presencia de Dios, llevaba en sus manos la señal de su pasión, su propia sangre derramada por nosotros. Y no lo tuvo que hacer año tras año, como el sumo sacerdote del Antiguo Testamento, sino una sola vez, pues con su sacrificio en la cruz y su resurrección Cristo abrió para sí y para todos los que estamos unidos a él el camino hasta Dios. Cristo no tuvo que ofrecerse una y otra vez a sí mismo en sacrificio, porque en tal caso habría tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. De hecho, él se manifestó una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.
Su obra de reconciliación de la humanidad con Dios espera la culminación. Eso sucederá, cuando todos resucitemos y lleguemos a compartir la vida con Dios para siempre. Al final se manifestará por segunda vez, pero ya no parea quitar el pecado, sino parea salvación de aquellos que lo aguardan y en él tienen puesta su esperanza.
Este sacrificio de Cristo en la cruz es lo que actualizamos y conmemoramos cada vez que celebramos la santa misa, la santa eucaristía. En el curso de la plegaria eucarística es sacerdote pronuncia sobre el pan y el vino unas palabras por las que ese pan y ese vino quedan transformados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Pues bien, esas palabras evocan y aluden al sacrificio de Cristo en la cruz. Este es mi Cuerpo entregado, esta es mi Sangre derramada. Por eso la misa es memorial y actualización del sacrifico de Cristo en la cruz. También es anticipo del banquete del cielo, y por eso el altar es una mesa adornada con mantel blanco. La misa es ambas cosas. Es anticipo del cielo, cuando estaremos en la presencia de Dios; es también memorial del sacrificio que abrió para nosotros el camino hasta Dios por el perdón de los pecados y la victoria sobre la muerte.
Demos, pues, gracias a Cristo, nuestro buen sacerdote. Y pidamos por las vocaciones sacerdotales en nuestra Arquidiócesis. Los sacerdotes actualizamos, a través de nuestro ministerio, el sacerdocio de Cristo. Que Él no tenga que reprocharnos nunca de instrumentalizar el ministerio para beneficio propio como hizo con los escribas de su tiempo. Pidamos al Señor que haya muchos que quieran ejercer este ministerio con piedad, con generosidad y entrega al servicio de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán