
También este domingo hemos escuchado un caso más de las controversias que Jesús sostuvo con sus adversarios durante su ministerio en Jerusalén. En esta ocasión es un doctor de la ley quien le plantea la pregunta a Jesús para ponerlo a prueba, aunque no queda claro dónde está la trampa de la pregunta. ¿Quería el doctor fariseo ver si Jesús daba más importancia al culto que a la moral? ¿Quería el fariseo poner a Jesús en contradicción consigo mismo o con algunos de los grupos y sectas de los judíos? ¿Es la prueba solo un interrogatorio para saber cuán sabio es Jesús? No lo sabemos. Pero la pregunta versa sobre el conocimiento y la interpretación de las Escrituras. Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley? Al parecer esta era una pregunta que muchos doctores fariseos se planteaban para poner orden y dar prioridad a los mandamientos que eran importantes para Dios. Porque la pregunta se podría haber planteado así: ¿cuál de todos los mandamientos que Dios nos ha dado es el que Él considera más importante, el que quiere que obedezcamos en primer lugar? La pregunta tiene que ver pues con la voluntad de Dios para nosotros.
La respuesta de Jesús en principio no es novedosa. Muchos fariseos la compartían. Ya para el tiempo de Jesús era costumbre que los judíos recitaran como una profesión de fe el pasaje de Deuteronomio 6,4-5. El pasaje declara que el Dios que los judíos llamaban El Señor para no mencionar su nombre es el propio de Israel y que además es el único Dios que hay, aunque los pueblos del mundo se imaginen otros dioses y les den culto. Por lo tanto, el judío no puede tener su corazón dividido en una pluralidad de lealtades a varios dioses, sino que al único que hay debe amarlo con todo su ser. Según la versión de san Mateo, Jesús omite en su respuesta el versículo 4 y se limita a decir: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Y comenta: Este es el más grande y el primero de los mandamientos.
La respuesta de Jesús implica que hay Dios, que existe Dios, y es bueno recordarlo en nuestro tiempo que tiende a marginar y a silenciar la existencia de Dios. Implica además que es uno solo, y no hay otro dios rival o compañero que sea. Y que por lo tanto todo creyente debe dedicarle toda su existencia a Él; Él es el referente único que hay. La totalidad de la existencia personal se orienta al Único que existe y que es.
Pero ¿cómo amamos a Dios? ¿Qué debemos hacer para amarlo? Jesús no lo explica claramente en este pasaje, pero podemos decir esto. El amor hacia Dios se expresa de varias maneras. La primera forma de amar a Dios es creer en Él, creer que existe, creer que nos ama y por eso se ha empeñado en crearnos y salvarnos. Lo amamos si lo tenemos en cuenta, si no lo ignoramos y lo marginamos, si no lo sacamos de nuestra vida como algo de otro tiempo, insignificante e irrelevante. Lo amamos si nos esforzamos por conocerlo como Él es y no como nos lo imaginamos y fortalecer nuestras razones para creer en Él. Lo amamos si lo convertimos en referente de nuestra vida. En segundo lugar, lo amamos si además de ese esfuerzo intelectual y conceptual de captar su verdad, también nuestro afecto, nuestro sentimiento, nuestro corazón se dirige hacia Él. Si el primer modo de amar a Dios es el de los teólogos, el segundo es el de los místicos. Es el modo de amar a Dios de mucha gente sencilla que, con la oración y las lágrimas, con el afecto y la devoción se entregan a Dios. Es el modo de amar de los que se alegran en Dios y desean unirse a Él y esperan con ardor poder vivir en Él perpetuamente. El tercer modo de amar a Dios es el de los santos. Son los que le expresan su amor por medio de la obediencia a su voluntad, los que cumplen sus mandamientos y manifiestan en sus obras el amor con el que ellos mismos se saben amados por Dios. En principio, todos debemos amar a Dios de estos tres modos.
Pero Jesús va más allá de la pregunta que le hizo el doctor de la ley y dice que el mandamiento más grande incluye otro. En efecto, la tercera forma de amar a Dios, la de los santos, implica la obediencia a sus mandamientos. Por eso Jesús cita el pasaje de Levítico 19,18: Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Casi cada palabra de esta respuesta de Jesús ha sido objeto de explicaciones. La primera es ¿por qué añade Jesús otro mandamiento, si le han preguntado por uno? Porque Jesús creyó importante explicar que el amor como obediencia a Dios implica que quien ama a Dios también ame lo que Dios ama, y Dios ama a la humanidad que creó y redimió. El apóstol san Juan lo dirá de otra manera: Nosotros hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios ame también a su hermano (1Jn 4,21). ¿Y quién es el prójimo al que debo amar? Es toda otra persona de mi entorno, todo otro ser humano, especialmente el que requiere mi atención y socorro. Mi prójimo es mi familia y son mis parientes; mi prójimo son mis hermanos en la fe; mi prójimo son los vecinos con quienes comparto la vida social; mi prójimo es todo aquel que necesita mi auxilio; mi prójimo es incluso mi enemigo quien me agrede y me hace daño, al que debo devolver bien por mal (cf. Rm 12,17-20). ¿Y qué significa amarlo? Hacerle el bien, comportarse con él de modo constructivo. Los Diez Mandamientos nos guían para conocer cuáles son las acciones que nos destruyen y destruyen a nuestro prójimo, para evitarlas y por oposición podemos saber cuáles son las acciones que nos construyen y construyen a nuestro prójimo y a nuestra sociedad para realizarlas. Pero más allá de los Diez Mandamientos, la caridad sabe ser creativa para inspirarnos las acciones que hacen el bien. Por último, Jesús dice como a ti mismo. ¿Qué significa esa medida, ese criterio? Pienso que esa indicación la explicó Jesús cuando dijo: Así pues, traten a los demás como ustedes quieren que ellos los traten, porque en esto consisten la ley y los profetas (Mt 7, 12).
Casualmente esa es también la conclusión de Jesús en este pasaje. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas. Todo el propósito salvador de Dios se realiza en nosotros si vivimos de acuerdo con lo que esos dos mandamientos contienen en sí mismos. Esos mandamientos son como las lámparas que guían nuestro caminar por la senda de la salvación.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán