Domingo XXX

Hemos escuchado una parábola de Jesús acerca del modo de orar de dos hombres, un publicano y un fariseo. Pero la enseñanza de Jesús no se refiere a la oración, sino a algo más fundamental. Debemos fijarnos en la frase introductoria: Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás. La parábola es una enseñanza sobre el modo correcto de situarnos ante Dios, cómo relacionarnos con Él.

En esta vida rige la dinámica del esfuerzo y de la superación. Nuestra sociedad pide eficiencia, logro de metas, perfeccionamiento constante. En la escuela se estimula el ren- dimiento académico y se hacen competencias nacionales para ver quién es el estudiante más hábil en lectura y matemáticas. Muchas veces las oportunidades laborales y el ingreso dependen de las destrezas y habilidades que uno logre utilizar en el trabajo. En algunas empresas, el estímulo a la superación puede adquirir tal grado de importancia para la pro- moción en el escalafón y el salario, que se puede volver un asunto de competencia entre compañeros. Esta competencia por calificar mejor puede llevar a la hipocresía de aparentar lo que no se tiene y tapar con una fachada las deficiencias propias.

Puesto que esta es la norma en la sociedad, es fácil pensar que nuestra relación con Dios se desarrolla en los mismos términos. Entonces el que quiera estar a buenas con Dios debe esforzarse por cumplir con todas las prácticas de piedad, participar en los actos reli- giosos y hasta procurar vivir de manera intachable tratando de cumplir todos los manda- mientos. De allí surgen los escrúpulos de haber faltado en cosas nimias e insignificantes. Esa persona cree estar segura de poder demostrar ante Dios su propia santidad impecable para ganarse su favor. Muchas veces estas personas son “santos insoportables” que hablan como el fariseo de la parábola: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias. Y aunque el fariseo no lo dice explícitamente, secretamente también le dice a Dios: “Mira qué bueno soy, merezco que me ames y me premies y me pongas de modelo de santidad para las demás personas.”

Pero no; este no es el modo correcto de situarse ante Dios, porque ni la vida cristiana es una carrera para alcanzar el éxito de la santidad. La vida cristiana no es una carrera para ganar puntos ante Dios, sino que es un camino, un proceso de vida, para dejarse amar cada día más por Dios, para dejarse llenar cada día más de Dios, para dejarse configurar cada día más con Cristo. Ante Dios no cuenta tanto lo que tú haces, sino lo que Él hace en ti primero. Tus buenas obras son respuesta que tú le das en agradecimiento.

Aunque parezca una paradoja, el mejor inicio de nuestra relación con Dios no es el reconocimiento de lo bueno que somos y de las virtudes que hemos cultivado con nuestra disciplina y esfuerzo. El mejor inicio de nuestra relación con Dios es el reconocimiento de

 

que hemos estado alejados de Él, de que hemos tomado decisiones negligentes, irrespon- sables y a veces hasta destructivas y pecaminosas; el mejor camino estar a buenas con Dios es el reconocimiento de nuestra insuficiencia para llegar hasta Él, porque no somos noso- tros los que nos acercamos a Dios, es Él quien se acerca a nosotros. Nos engañamos si creemos que, con nuestro esfuerzo, nuestro empeño y nuestras buenas obras, podemos es- calar hasta el cielo. Es Dios el que, con su amor y misericordia y con el don de su Espíritu nos atrae a Sí y nos capacita para realizar algunas obras buenas con las que correspondemos y agradecemos su amor por nosotros. Por eso, la mejor actitud ante Dios la expresó el publicano con su oración compungida: Este hombre se quedó lejos y no se atrevía a le- vantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador. Aunque el pasaje no lo dice, este publicano añadía en su pensamiento: “Estoy arrepentido de toda la corrupción de la que me he beneficiado; ya no la cometeré más. Estoy arrepentido de todos los abusos que he perpetrado; voy a repa- rarlos o a compensar con algunas obras buenas el daño que he hecho a los demás.”

Jesús dictó una sentencia sorprendente: Yo les aseguro que este publicano bajó a su casa justificado, es decir, en paz con Dios; y aquel fariseo no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

La dinámica propia en las cosas de este mundo es el esfuerzo para lograr el éxito en la academia, el emprendimiento y la carrera laboral. En esta vida hay que hacer puntos, adquirir habilidades y conocimientos, esforzarse por hacer las cosas bien. La norma ética que rige ese esfuerzo por superarse debe ser la honestidad, la responsabilidad, el reconoci- miento de los apoyos y ayudas que hemos recibido, el respeto a los derechos del prójimo y la voluntad de servir a los demás. Ante Dios las cosas funcionan de otro modo. La razón básica es que somos sus creaturas y Él es nuestro creador. Para comenzar a Dios le debe- mos la existencia y la vida. No nos la dimos nosotros a nosotros mismos; la recibimos de Dios a través de nuestros padres. Desde que nacemos estamos en deuda con Dios; y a lo largo de la vida debemos agradecer la vida y los beneficios recibidos sin haberlos pedido. Además, hemos cometido errores, hemos sido negligentes, nos hemos equivocado en nues- tras decisiones y hasta hemos quebrantado los mandamientos de Dios haciendo lo que está mal. Por lo tanto, estamos necesitados de su perdón y del don de su Espíritu, de modo que con la ayuda de Dios podamos realizar acciones constructivas y correspondientes a la san- tidad a la que hemos sido llamados. Finalmente nos enfrentamos a la muerte. Frente a esa realidad no hay alarde posible, no hay autosuficiencia posible, no hay mérito posible. Sólo Dios, por medio de la resurrección de Jesucristo, nos da la victoria sobre la muerte. Esa victoria es puro don y pura gracia que no merecemos, sino que recibimos con humildad y agradecimiento. Reconocer que estamos en deuda con Dios y que si avanzamos hacía Él es porque Él nos atrae hacia Sí, es el comienzo de la sabiduría y de la santidad. El salmista nos asegura: El Señor no está lejos de sus fieles y levanta a las almas abatidas. Salva el Señor la vida de sus siervos. No morirán quienes en él esperan.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.

Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán