Domingo XXIX

El evangelio que acabamos de leer tiene dos partes.  En la primera los hermanos Santiago y Juan le piden a Jesús puestos de honor en el reino y Jesús les responde que no le corresponde esa tarea.  En la segunda parte, Jesús instruye a todos los discípulos acerca de cómo se alcanzan los puestos de honor en la comunidad de cristianos.  Y pronuncia una sentencia en la que se pone a sí mismo como ejemplo.

Jesús está a punto de entrar a Jerusalén.  Quizá la proximidad de la ciudad santa y la idea de que Jesús es el Mesías que debe asumir el poder en Jerusalén motivó a los dos hermanos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, a hacer esa petición tan atrevida.  Sentarse a la derecha y a la izquierda del rey equivale a ocupar el segundo y tercer lugar en honor y poder.  Jesús les contesta que no saben lo que piden.  A pesar de todas las enseñanzas y anuncios de que él será un Mesías que sufre, que será rechazado y que morirá en la cruz, la idea parece que todavía no ha entrado en la cabeza de estos dos discípulos.  Si examinamos su petición, ellos siguen pensando en que Jesús será un Mesías triunfador, en pleno ejercicio de la autoridad mundana y política, y ellos quieren participar en esa gloria. 

Sin embargo, Jesús no rechaza la idea de que sus discípulos participen en su gloria, pero no la que ellos piensan.  Para participar en la gloria de Jesús deberán compartir su pasión.  Por eso les pregunta acerca de disponibilidad de padecer con él los sufrimientos que le sobrevendrán en Jerusalén.  ¿Podrán pasar la prueba que yo voy a pasar y recibir el bautismo con que seré bautizado?  La pregunta de Jesús implica dos cosas.  En primer lugar, es un nuevo anuncio de que le esperan sufrimientos, pruebas y martirio.  Jesús utiliza la palabra bautismo con el significado de prueba, sufrimiento.  Sorprende la seguridad con que los dos discípulos declaran su voluntad de compartir la pasión de Jesús.  Ellos se escondieron y huyeron cuando Jesús fue capturado en Getsemaní.  Jesús seguramente pudo darse cuenta de que esa declaración de los dos apóstoles, referida a su voluntad de compartir con él su pasión era pura fanfarronería.  Sin embargo, Jesús les da una respuesta que mira a un futuro más largo.  Ciertamente pasarán la prueba que yo voy a pasar y recibirán el bautismo con que yo seré bautizado.  Sabemos que Santiago fue ejecutado por Herodes, pues el mismo libro de los Hechos de los Apóstoles nos lo cuenta (12,2).  Del apóstol Juan no tenemos noticias ciertas; se dice que murió anciano, pero que también pasó y sobrevivió a diversas torturas.  Para reinar con Cristo hace falta pasar por los sufrimientos de Cristo.  Como dice el apóstol san Pablo a Timoteo:  Si con él morimos, viviremos con él; sin con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede contradecirse a sí mismo (2Tm 2,11-13).  No se trata de buscarse sufrimientos gratuitos o incluso de infligirse a uno mismo castigos; sino de estar dispuesto a sufrir la adversidad, el rechazo y hasta el sufrimiento físico de la tortura y el maltrato por mantenerse fiel a Cristo.  Es lo que han hecho los mártires.

Sin embargo, a pesar de que Jesús anticipa ese martirio que padecerán ambos apóstoles, aún así no da una respuesta afirmativa a su petición:  eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; eso es para quienes está reservado.  ¿Qué quiere decir Jesús con esta respuesta tan enigmática?  ¿Quiénes son esos para quienes está reservado?  En otro pasaje, Jesús asigna tronos a sus discípulos, cuando dice a los Doce que lo han seguido que cuando todo se haga nuevo y el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, se sentaran también en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19,19).  Creo que Jesús con su respuesta evasiva quiere enseñar que la participación final en su gloria no se mide por puestos y rangos, sino por el grado de amor y de identidad con Jesucristo.  Y quiere enseñar también que esa participación final en la gloria es no es algo que se promete, sino que se otorga al final de la vida.   Solo cuando hayamos concluido nuestra vida terrena recibiremos la participación en la gloria de Cristo.  Dios no asegura la participación en la gloria antes de que se realice su juicio sobre nosotros.

Jesús pasa entonces a instruir sobre los rangos y puestos de honor aquí en la tierra.  En la comunidad cristiana rige un criterio diferente del que se da en la sociedad de los hombres.  Aquí hay competencia por ocupar el primer lugar del poder, de la fama, del prestigio, de la autoridad.  Y la autoridad muchas veces se ejerce como dominio sobre los demás.  Ese no es el modo como debe funcionar la autoridad en la comunidad de los discípulos de Jesús, aunque hay que reconocer que con más frecuencia de lo que sería deseable, también en la Iglesia se ejerce la autoridad como dominio, como poder y a veces de manera despótica.  Eso no invalida la sentencia de Jesús.  El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos.  La sentencia tiene dos aplicaciones.  La primera y más obvia es que en la comunidad cristiana rigen criterios distintos de los que se dan en el mundo.  En la comunidad cristiana la competencia debe ser por ver quién sirve mejor, quién sirve más, quién está más atento a las necesidades de los demás, no para ver quién domina sobre los demás.  En la comunidad cristiana debe haber competencia por servir más y mejor.  Pero la sentencia se puede ampliar.  En la Iglesia de hecho se dan puestos de autoridad, hay personas que ocupan lugares de visibilidad y hasta de poder.  A la luz de lo que Jesús ha dicho, quienes ejercen esa autoridad deben hacerlo para el servicio del bien común.  La autoridad se debe ejercer para resolver conflictos, no crearlos; para facilitar procesos constructivos, no impedirlos; para abrir oportunidades, no bloquearlas; para el bien de todos, no para el bien propio.

Jesús concluye poniéndose él mismo de ejemplo:  Así como el Hijo del hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos.  El gran servicio que Jesús prestó a la humanidad consistió en dar y entregar su vida en la cruz para la salvación de todos, no en conservarla y guardarla para su propio beneficio.  Jesucristo ejerció su ministerio como una ofrenda sacerdotal de su propia vida para abrir a todos el camino hacia Dios.  Acerquémonos, por tanto, con plena confianza al trono de la gracia, para recibir misericordia, hallar la gracia y obtener la ayuda en el momento oportuno.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán