Domingo XXIV

El pasaje evangélico que ha sido asignado para este día es larguísimo.  Pero enseña una verdad fundamental.  La que san Pablo expone con toda claridad en la segunda lectura de hoy:  Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.  Pero Cristo Jesús me perdonó, para que fuera yo el primero en quien él manifestara toda su generosidad.  Antes fui blasfemo y perseguí a la Iglesia con violencia; pero Dios tuvo misericordia de mí y la gracia de nuestro Señor se desbordó sobre mí, al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús.  Es decir, las lecturas de hoy nos invitan a meditar sobre la misericordia y la gracia de Dios que se nos adelantan siempre.

Hay que explicar bien qué no es y qué es la misericordia de Dios.  La misericordia de Dios no consiste en que él no da importancia a nuestros pecados.  La misericordia de Dios no consiste en que Dios nos acepta y nos acoge, aunque sigamos cometiendo los mismos pecados graves y leves de modo que podemos estar a buenas con Dios mientras desobedecemos sus mandamientos y cometemos acciones incluso graves.  La misericordia de Dios no consiste, cosa que parece que algunos enseñan, que en materia de sexualidad algunas acciones que antes considerábamos pecados ahora ya no lo son.  La misericordia de Dios más bien consiste en que Dios nunca rechaza al pecador que se reconoce tal, se arrepiente y pide perdón.  La misericordia de Dios consiste en que no hay pecado tan grande que él no pueda perdonar.  La misericordia de Dios consiste en que él nos ofrece su perdón antes de que nos arrepintamos, de modo que no es nuestra súplica de perdón la que hace que Dios se mueva a perdonarnos; sino que es su oferta anticipada de perdón la que nos debe mover a nosotros a arrepentirnos para acoger el perdón ofrecido de antemano. 

Jesús cuenta las tres parábolas que hemos escuchado para salir al paso de las críticas que recibía de quienes se disgustaban e indignaban de que él acogiera a los pecadores que buscaban escucharlo para arrepentirse.  Dios envió a su Hijo Jesucristo al mundo a buscar a los pecadores, para darles a conocer que Dios les ofrece el perdón, y que con esa seguridad nosotros pecadores decidiéramos arrepentirnos, cambiar de vida y vivir santamente.

En la parábola del pastor que tiene cien ovejas y se le pierde una, la misericordia de Dios se muestra en la actitud del pastor, que no espera que la oveja perdida regrese por sus medios, sino que va y la busca y la trae contento de vuelta al redil.  En la parábola de las diez monedas, la misericordia de Dios está ejemplificada en la mujer que pierde una de las monedas.  La mujer no se encoge de hombros y dice ya aparecerá algún día, sino que se pone a barrer la casa y debajo de los muebles hasta que encuentra la moneda y la pone junto con las otras nueve.  Así es Dios y por eso así es Jesús su Hijo, que vino a buscar a los pecadores, no para decirles que están bien y que sigan pecando, pues Dios de todas formas los ama, sino para decirles que Dios los ama y por eso los busca para que se conviertan.  Pues de un modo u otro, los pecados, cada uno a su manera, nos destruyen a quien los comete, destruyen la familia del pecador y a la sociedad en la que vivimos.  A veces no nos queda claro cuál es la destrucción que causa el pecado o si es leve o grave, sobre todo algunas acciones en el campo sexual, pero nuestra falta de claridad acerca del daño que algún pecado pueda causar no significa que lo que hacemos mal no tenga consecuencias.

La parábola más bonita y elocuente sobre la misericordia de Dios es la del “Padre bueno” que también hemos escuchado hoy y que hemos comentado tantas veces.  Es una parábola inagotable en su significado y que difícilmente podemos explicar a cabalidad, porque sería una homilía de nunca acabar.

El padre de familias de la parábola, por supuesto, representa a Dios.  Los dos hijos somos nosotros.  A veces tenemos rasgos que nos asemejan al hijo mayor; a veces tenemos actitudes que nos asemejan al hijo menor.  La parábola comienza con la petición del hijo menor, que antes de que su papá se muera, le pide que les reparta la herencia.  Eso ya es una insolencia, ¡pero el papá accede!  Y a los dos hijos les da la herencia.  ¿Qué es esa herencia?  En sentido figurado pienso que es la libertad.  Dios nos ha hecho libres como él es; en nuestra libertad nos parecemos a Dios.  Dios es libre y por eso nos ama; por eso ha creado el mundo bueno, bello y consistente.  Y así nos enseña a ser libres para construirnos a nosotros mismos, a nuestra familia y a nuestra sociedad a través de acciones buenas, bellas y consistentes.  Dios nos ha hecho libres para que sepamos amar. 

Un hijo se fue y entendió la libertad como libertinaje para hacer lo que le daba la gana, hasta que malgastó la herencia, hasta que tocó fondo y se dio cuenta de que una libertad sin freno acaba por degradarlo a uno a nivel de los cerdos.  El mayor entendió la libertad como esclavitud.  Se quedó a vivir con su padre, pero no supo ni recibir el amor de su padre ni lo supo dar a nadie.  Se consideró esclavo:  Hace tanto tiempo que te sirvo, le reclamará a su papá, sin desobedecer jamás una orden tuya.  Al final del relato este hombre se queda fuera de la casa, incapaz de compartir la alegría de la fiesta por el regreso de su hermano.  Es la libertad de la autosuficiencia, del orgullo y del desprecio a los demás.

Hay que observar, que cuando el hijo menor tocó fondo, lo que le dio esperanza para volver fue el recuerdo de la bondad con que su padre trataba a los trabajadores.  Se decidió volver, se arrepintió de lo que había hecho motivado por el recuerdo de la bondad de su padre y por la esperanza de que lo acogería, aunque fuera como un trabajador más.  El padre, por su parte jamás olvidó a su hijo perdido.  Todos los días miraba por la ventana para ver si regresaba, hasta que un día lo vio a la distancia; y no lo esperó con un regaño, sino que salió a encontrarlo con un abrazo.  No le dijo que estuvo bien haberse ido lejos, no aprobó su desatino, sino que lo recibió como hijo, porque se había arrepentido.  Ese es Dios para nosotros.  Nos espera, pero no nos quiere ni orgullosos ni autosuficientes, ni tampoco con excusas y auto absoluciones con las que justifiquemos nuestras limitaciones, faltas y pecados.  Nos acoge arrepentidos, humildes, transparentes y llenos de alegría porque él ha sido bueno con nosotros.

Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán