Domingo XXII

Jesús anunció su futura muerte y resurrección.  Los evangelios lo atestiguan claramente.  En el evangelio de san Mateo, que estamos leyendo este año, principalmente en los domingos del tiempo ordinario, por tres veces Jesús hace ese anuncio a sus discípulos.  En el pasaje que hemos leído hoy, hace el primero:  Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.  Hace este anuncio inmediatamente después de que Pedro había reconocido que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo.  Los contemporáneos de Jesús que esperaban al Mesías, jamás se imaginaron que ese Mesías podía ser alguien condenado a muerte.  Por eso Pedro se siente en la obligación de corregir a Jesús, de advertirle que eso que acaba de anunciar no puede ocurrir.  No lo permita Dios, Señor.  Eso no te puede suceder a ti.  ¡Cuánto debió ser el escándalo y el desánimo de los discípulos de Jesús cuando de hecho tuvieron que presenciar su condena y ejecución!  Pero el éxito del Mesías no se mide según el éxito de este mundo, sino según el éxito de Dios que puede parecer fracaso en el mundo.  Por eso Jesus le advierte a Pedro:  tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres.  ¡Qué calamidad cuando nuestro modo de plantearnos la vida no corresponde con lo que Dios nos propone y promete!

Por eso, Jesús enuncia un criterio:  el que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga.  Ir con Jesús, en aquel tiempo, significaba, caminar con él y vivir como él.  Ahora significa llevar su estilo de vida; tomarlo como modelo que debemos imitar.  El que quiera tener a Jesús como maestro, debe primero renunciar a sí mismo.  ¿Qué significa eso?  ¿Cómo puedo renunciar a mí mismo?  Renunciar a sí mismo significa dejar de buscar solo el propio beneficio, el propio provecho, la propia comodidad, la propia ventaja.  Hay personas que todo lo miden, todo lo calculan, todo lo planifican, todo lo hacen y ejecutan con el único criterio del beneficio que obtendrán para sí mismos.  Jesús dice que no; que, para seguirlo a él, ese modo de pensar y de actuar debe desterrarse.  Por el contrario, el que lo quiera seguir debe tomar su propia cruz.  Sorprende que Jesús hable ya de la cruz, no solo de la suya, sino de la de cada uno de sus seguidores.  La cruz de Jesús significó su vida entregada por nosotros, significó el amor de Dios por nosotros, su obediencia a su misión.  Cada uno de nosotros, si quiere seguir a Jesús, debe vivir también en obediencia a Dios, en servicio al prójimo, en amor a Dios.

Y es en este contexto que Jesús pronuncia una sentencia que ha dado qué pensar a muchas personas a lo largo de los siglos:  el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará.  ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?  ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?  Intenta salvar la propia vida quien busca el beneficio, el provecho, la ventaja propia.  Ese estilo de vida lleva al fracaso:  la perderá.  Pero pierde la vida por Jesús quien la orienta hacia Dios y la vive en obediencia a su voluntad.  Parece que la pierde, pues no busca en primer lugar su beneficio, sino complacer a Dios.  Pero ese tal, dice Jesús, tiene éxito según Dios.

En estas preguntas y propuestas de Jesús se esconde un problema más grave.  ¿Cómo debemos vivir para que al final de nuestra vida en este mundo podamos decir que valió la pena, que estamos contentos con lo que hicimos durante los años que nos tocaron?  Para mucha gente en nuestra sociedad, lo único que cuenta, lo único que es real, lo único que vale son las cosas que caben en nuestro espacio y nuestro tiempo.  Lo que va más allá, es ficción, existe solo en la cabeza de quien las piensa.  Por eso mucha gente no cree en Dios o vive como si Dios no existiera, porque Dios no ocupa espacio ni vive en el tiempo.  Pero para quien vive como si no hubiera Dios, la muerte es un gran problema, porque allí acaba todo.  Si todo se acaba con la muerte, ¿para qué esforzarse, trabajar, luchar, sacrificarse?  Para las personas que viven sin Dios, la vida es soportable si hay salud, si hay cariño familiar, si hay trabajo bien remunerado, si uno recibe reconocimiento de otros por sus logros deportivos, sociales, académicos o artísticos.  Pero cuando estas cosas comienzan a faltar, surge la pregunta, si ya no hay salud, si ya nadie me quiere, si no tengo trabajo, ¿no será mejor adelantar mi fin?  Esas personas se plantean la pregunta de cuál es el mínimo de satisfacciones que justifican que uno siga viviendo.  Si no, la vida no tiene sentido.

También hay otro problema.  Debemos tomar decisiones, debemos actuar.  Nos equivocamos, somos irresponsables, negligentes y a veces hasta hacemos daño a los demás por buscar el propio beneficio, gusto o ventaja.  Así puede uno arruinar su vida y la de quienes viven con uno.  Hay quienes se dan cuenta de que van por camino que acaba en fracaso, pero ¿es posible que alguien lo pueda “resetear” a uno para comenzar de nuevo? 

La propuesta de Jesús, el planteamiento de vida que él ofrece, responde a esos cuestionamientos.  Primero debes abrir tu mente y comprender que hay una realidad que está más allá del tiempo y del espacio y que es Dios mismo.  Jesús ha venido de Dios, es su Hijo.  Ha muerto en la cruz para ofrecernos el perdón de los pecados.  Ese es el “reseteo” que necesitamos para comenzar a caminar derecho cuando hemos caminado torcido.  Jesús ha resucitado de entre los muertos y nos ha mostrado que la muerte no es el final perentorio para los humanos.  Quienes tomamos la cruz y lo seguimos, podemos alcanzar la vida más allá de la muerte.  Podemos junto con Jesús superar la muerte.  Y entonces ya no nos preguntamos cuál es el mínimo de satisfacciones que justifiquen que uno siga viviendo.  Nos preguntamos más bien qué debemos hacer para alcanzar a Dios y para que al final la vida tenga sentido.  Es así como ganamos la vida ante Dios, aunque la perdamos para el mundo.

San Pablo enseña lo mismo en la segunda lectura de hoy con otras palabras.  Los exhorto a que se ofrezcan ustedes mismos como una ofrenda viva, santa y agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero culto.  Nuestra vida de cada día, dice Pablo, se puede convertir en culto a Dios si hacemos todo bien:  nuestro trabajo, la vida familiar, la colaboración en la sociedad.  Si lo hacemos para Dios y con responsabilidad, construimos vida y eso es grato a Dios y Él lo acepta como una liturgia y culto agradable.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán