Domingo XXII

El pasaje del evangelio que la Iglesia asigna para este domingo debiera causar cierta perplejidad.  Pareciera que Jesús estuviera dando reglas y normas de urbanidad.  Se llamaban reglas de urbanidad, no sé si todavía se usa esa expresión, a aquellas reglas de conducta a la que deben atenerse los que viven en la ciudad, en la urbe.  El concepto supone que en el área rural son otras las reglas de conducta en vigor y que cuando uno comienza a vivir en la ciudad debe aprender las reglas de comportamiento urbanas, las reglas de urbanidad.  Mejor nombre sería reglas de convivencia, sea en la ciudad o en el campo.  Existen esas reglas y hay que aprenderlas para vivir pacíficamente con otros.  Son reglas que cambian de cultura en cultura, de país en país.  ¿Pero se preocupa Jesús de esas reglas?

Pareciera que sí.  Jesús acepta la invitación a comer en casa de un jefe de fariseos, una persona influyente y seguramente también rica.  Jesús no es el único invitado, sino que hay muchos otros.  Cuando Jesús entró a la sala donde tendría lugar la comida vio que otros invitados se apresuraban a ocupar los puestos considerados de mayor prestigio y honor.  Entonces pronuncia su primera advertencia, que el evangelista llama parábola:  Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar principal.  Por el contrario, ocupa el último lugar.  Y el razonamiento detrás de esta regla es muy sencillo.  Tú no sabes qué personas han sido invitadas y posiblemente haya otras que el anfitrión quiere honrar de modo especial y más que a ti.  Si tú ocupas por propia iniciativa ese lugar distinguido creyéndote digno y acreedor del honor de ocuparlo, corres el riesgo de que llegue otro invitado que el anfitrión considere más importante que tú, y tengas que sufrir la humillación de verte desplazado y relegado a un puesto de menor importancia. 

Para Jesús, detrás de esa regla de urbanidad y convivencia hay otra preocupación.  ¿Cómo nos valoramos a nosotros mismos?  ¿Estamos tan preocupados de nuestra posición social y creemos que valemos más que los demás que en nuestro comportamiento buscamos dejar bien claro quiénes somos y cuánto valemos?  Para Jesús esa no es una preocupación sana y constructiva ni es propia de quien se reconoce hijo de Dios.  Jesús nos daría el consejo que ofrece la primera lectura de hoy:  Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te amarán más que al hombre dadivoso.  Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor, porque solo él es poderoso y solo los humildes le dan gloria.  En realidad, la idea de que alguien pueda ser más que otro, que una persona valga más que otra, no es cristiana.  Todos tenemos la misma dignidad humana; todos somos igualmente personas; todos hemos sido redimidos igualmente por Cristo.  Ni los estudios y trabajos, ni las funciones que desempeñamos y los puestos que ocupamos, ni la riqueza ni el poder nos hacen a unos más que a otros.  En todo caso, esos privilegios, recursos, medios, funciones y cargos que hemos podido adquirir están para servir mejor al prójimo, no para servirnos mejor a nosotros mismos.

El otro consejo de Jesús es un poco más difícil de cumplir, un poco idealista.  Cuando des una comida o una cena no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos, sino a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos.  Normalmente hacemos todo lo contrario de lo que Jesús recomienda.  ¿Cuál es la lógica, el razonamiento detrás de este consejo tan poco práctico de Jesús?  Creo que podemos esclarecer esta recomendación de Jesús con aquella otra:  Cuando des limosna, no vayas pregonándolo, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que los alaben los hombres.  Tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha.  Así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará (Mt 6,2.3-4).  Me atrevería a poner el consejo de Jesús con otras palabras:  “No seas generoso para buscar recompensa; no hagas el bien para buscar reconocimiento; no des tus regalos a quienes tienen posibilidades de corresponderte para que a ti también te regalen.  Sé generoso a fondo perdido; haz el bien sin esperar nada a cambio; da de lo que tienes por pura gracia”.  La razón de esta recomendación de Jesús es que así es él y así es Dios con nosotros.  Si nos beneficiamos de la gracia de Dios, debemos también ser capaces de crear ámbitos de gratuidad, relaciones de gratuidad y perdón.

También la segunda lectura de hoy tiene una enseñanza importante, aunque la relación con las otras dos lecturas no sea evidente.  El autor hace una comparación entre el régimen de salvación del Antiguo Testamento y el régimen de salvación en el Nuevo Testamento.  Cuando los israelitas salieron de Egipto, fueron al encuentro de Dios en el Sinaí.  Dios se les manifestó a través de realidades físicas, materiales: experimentaron a Dios por medio de una montaña que echaba fuego, una especie de volcán activo, hubo densa tiniebla y nube luminosa, viento huracanado, estruendo de trompetas y la voz audible del mismo Dios que pronunció los Diez Mandamientos, todo lo cual creó en ellos tal temor que le pidieron a Moisés que ya nunca más Dios les hablara directamente, sino que Moisés fuera a hablar con Dios y que él, Moisés les transmitiera lo que Dios le había dicho.  Los cristianos en cambio, cuando hemos sido liberados del pecado y de la muerte por la fe y el bautismo, nos hemos acercado a realidades invisibles y espirituales.  Nos hemos acercado a Sión, el monte y la ciudad de Dios viviente, a la Jerusalén celestial, a la reunión festiva de miles y miles de ángeles, a la asamblea de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo.  Nos hemos acercado a Dios, que es el juez de todos los hombres y a los espíritus de los justos que alcanzaron la perfección.  Nos hemos acercado a Jesús, el mediador de la nueva alianza.  Esto significa que los cristianos vivimos en referencia a realidades espirituales e invisibles que dan sentido y consistencia a nuestra vida.  Nuestro horizonte de referencias no se agota en las cosas de este mundo, sino que se abre a realidades que están más allá de las cotidianas que nos ocupan cada día.  Las acciones sagradas de la liturgia son símbolo y signo de esas realidades espirituales y divinas gracias a las cuales somos hombres y mujeres de fe.  Los creyentes somos hombres y mujeres que nos ocupamos de las cosas de este mundo, pero con la mirada puesta en Dios y las realidades invisibles.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán