Quiero desarrollar la reflexión de esta homilía a partir de la primera lectura de hoy, que es hasta cierto punto continuación de la primera lectura del domingo pasado. Tres hombres han visitado al patriarca Abraham. De algún modo, Abraham intuye que esos tres personajes son la presencia visible de Dios. Al final del episodio del domingo pasado, los tres hombres le prometieron a Abraham que al cabo de un año Sara, la esposa anciana de Abraham, le daría un hijo. Ahora en la escena de hoy, el Señor a través de los tres hombres aborda un nuevo tema. El clamor contra Sodoma y Gomorra es grande y su pecado es demasiado grave. Bajaré, pues, a ver si sus hechos corresponden a ese clamor. Sabemos, por lo que sigue del relato, que el gran pecado de los habitantes de esas dos ciudades era la práctica de la homosexualidad. Los tres hombres llegaron a la ciudad y se hospedaron en casa del sobrino de Abraham, llamado Lot, y los hombres de Sodoma hicieron todo lo posible, aunque no lo lograron, que Lot les permitiera abusar sexualmente de sus huéspedes. Aunque los tres hombres habían dejado el campamento de Abraham, el patriarca siguió dialogando con el Señor.
Abraham está preocupado. Dios ha decretado una sanción contra las ciudades de Sodoma y Gomorra a causa de sus pecados que claman al cielo. Pero Abraham piensa que no todos los habitantes de esas ciudades serán igualmente culpables. Es posible que en medio de una ciudad pecadora haya hombres justos. Por lo pronto, su sobrino Lot es uno de los habitantes justos de Sodoma. Por eso Abraham le pregunta a Dios: ¿Será posible que tú destruyas al inocente junto con el culpable? Supongamos que hay cincuenta justos en la ciudad, ¿acabarás con todos ellos y no perdonarás al lugar en atención a esos cincuenta justos? Lejos de ti tal cosa, le dice Abraham a Dios, lejos de ti tal cosa: matar al inocente junto con el culpable, de manera que la suerte del justo sea como la del malvado; eso no puede ser. El juez de todo el mundo ¿no hará justicia?
Esta reflexión de Abraham y esta requisitoria de Abraham a Dios merece toda nuestra atención. Podríamos ampliar la reflexión de Abraham con otras preguntas, ¿le da a Dios lo mismo el pecado que la inocencia, la maldad que la bondad? Hay quien piensa que la misericordia de Dios es tan grande que anula su justicia, de modo que al final Dios es capaz de perdonar incluso al que se obstina en la injusticia y el pecado, de modo que al final da lo mismo ser malvado que inocente. Pero eso es falso. El perdón de Dios es gratuito y generoso, pero para recibirlo y que tenga efecto, hay que arrepentirse y cambiar de vida. A Abraham le preocupa que paguen justos por pecadores, que el castigo que Dios va a traer sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra afecten a todos por igual. Y pensamos en los grandes desastres naturales, terremotos, inundaciones, huracanes, incendios y pandemias, que arrasan con todo y con todos, sin distinción de justos y pecadores. ¿Cómo se realiza la justicia de Dios cuando la adversidad cae sobre buenos y malos?
Esas preguntas no siempre tienen respuestas fáciles. Dios responde a la requisitoria de Abraham. Si encuentro en Sodoma cincuenta justos, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos. Dios le dice a Abraham no solo que él sabe distinguir entre justos y pecadores, sino que los hombres justos tienen un poder redentor. A causa de la presencia de unos pocos justos, Dios frenará su justicia para dar al pecador el castigo que sus culpas merecen. La justicia de unos pocos tiene un valor expiatorio frente a los pecados de muchos. La respuesta de Dios le da aliento a Abraham para comenzar entonces una especie de regateo con Dios. Reconoce que es una osadía lo que hace, pues él es polvo y ceniza como para preguntarle a Dios sobre sus criterios de justicia. Puede que no haya cincuenta, sino solo cuarenta y cinco. ¿Todavía esos pocos justos son razón suficiente para que Dios frene su ira? Dios responde con generosidad: No la destruiré, si encuentro allí cuarenta y cinco justos. El regateo de Dios con Abraham va bajando la cantidad de justos hasta llegar a diez. Y la respuesta de Dios se mantiene: Por esos diez, no destruiré la ciudad.
Ahora yo continúo la reflexión. Y si no se trata de una ciudad, sino de toda la humanidad; y no se trata de diez justos, sino de solo uno. ¿Por un justo salvará Dios a la humanidad? Sí, por un hombre justo, Jesucristo, Dios ha dado a toda la humanidad la posibilidad de la conversión para recibir el perdón y no acabar aniquilada en la condenación perpetua. Como dice san Pablo hoy en la segunda lectura: Ustedes estaban muertos por sus pecados y no pertenecían al pueblo de la alianza. Pero él les dio una vida nueva con Cristo, perdonándoles todos los pecados. Él anuló el documento que nos era contrario, cuyas cláusulas nos condenaban, y lo eliminó clavándolo en la cruz de Cristo.
La escena del regateo de Abraham con Dios es un anticipo extraordinario de la salvación que tenemos en Cristo. La humanidad entera, sin Dios ni esperanza más allá de este mundo, estaba encaminada a la aniquilación y la condenación. Pero Dios envió a su Hijo, el único justo, quien, al morir en la cruz, nos mostró el amor de Dios y nos habilitó para que, arrepentidos, pudiéramos recibir el perdón de Dios que nos regenera y nos hace justos. Por tanto, así como por el delito de uno solo, Adán, la condenación alcanzó a todos los hombres, así también la fidelidad de uno solo, Cristo, es para todos los hombres fuente de salvación y de vida (Rm 5, 18). Pero la justicia y santidad de Cristo no se sobrepone al pecado de los hombres, como una cubierta que tapa la iniquidad sin removerla. La justicia y la santidad de Cristo alcanzan para todos, con la condición de que la aceptemos en la fe, la hagamos operante en la conversión de nuestros pecados, y la recibamos sacramentalmente en el bautismo que se prolonga a lo largo de la vida en el sacramento de la confesión.
Por lo tanto, acerquémonos con confianza a Dios. Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca encuentra, y al que toca, se le abre. Pues si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan? Y con el Espíritu Santo, la salvación, la santidad y la justicia.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán