Domingo XIX

Las lecturas que la Iglesia nos propone hoy requieren explicaciones, porque fácilmente las podemos malinterpretar y equivocarnos de plano en nuestra espiritualidad y camino cristiano.  Vamos a comenzar nuestra reflexión por la primera frase del evangelio.  Dice el evangelista que Jesús quería enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer.  Eso es lo que hay que explicar.  Pero cuenta una parábola que nos puede llevar lejos de una sana espiritualidad.  Este es el ejemplo: en una ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres.  Lamentablemente jueces como ese seguimos teniendo, que no hacen justicia, sino que favorecen al que mejor los recompensa.  En fin, ante ese juez inicuo debe comparecer una pobre viuda a saber con qué querella y le suplicaba:  hazme justicia contra mi adversario.  El juez daba largas, pero la mujer no dejaba de suplicarle día y noche.  Por fin, el juez decidió hacerle justicia a la viuda, a pesar de que reconoció, que era un desalmado que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres.

¿Cuál es el peligro de esta parábola?  Que la leamos superficialmente y lleguemos a pensar que debemos rezar siempre y sin desfallecer porque Dios, se parece al juez inicuo, que se hace el sordo y se hace de rogar porque le gusta tenernos con las manos alzadas en súplica y rogativa.  No.  Jesús cuenta la parábola para que nos fijemos, no en el juez, sino en la viuda que perseveró en la súplica, aunque no obtenía respuesta inmediata.  Pero la razón por la que la viuda clamaba siempre y la razón por la que nosotros debemos clamar a Dios son diferentes.  Nuestra oración no tiene el propósito de informar a Dios como si él no conociera nuestras necesidades.  Nuestra oración no tiene el propósito de convencer a Dios como si él no quisiera nuestro bien.  Nuestra oración no tiene el propósito de llamar la atención de Dios, como si él estuviera distraído o dormido.  Nuestra oración constante tiene el propósito de ponernos a nosotros mismos en las manos de Dios, porque él constantemente se fija en nosotros, se inclina con su misericordia hacia nosotros, quiere llenarnos del don de su gracia y de su Espíritu.  Nuestra oración constante ante Dios tiene el propósito de corresponder a Dios que siempre está vuelto hacia nosotros.  Afortunadamente Jesús comenta:  ¿creen ustedes acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, y que los hará esperar?  Yo les digo, que les hará justicia sin tardar.  En nuestra relación con Dios debemos estar ciertos que no somos nosotros los que tomamos la iniciativa; lo nuestro, es siempre una respuesta a Dios que ha hecho la primera movida.  Así nuestra oración no tiene el propósito de que Dios vuelva su mirada hacia nosotros, sino que como ya la tiene puesta en nosotros, le correspondamos poniéndola nosotros en Él. 

Otro peligro de entender mal la parábola.  Estamos llenos de necesidades: salud, trabajo, problemas de todo tipo, temores hacia el futuro.  A veces, me parece que se introduce una forma de oración que no es confiada.  Oramos para que Dios nos solucione los problemas.  Algunas personas me han contado que cuando entran a un centro comercial invocan a Dios para encontrar parqueo; eso es una trivialidad.  Otras, ante una enfermedad de pronóstico reservado propia o de un pariente, rezan y rezan y rezan rosarios, novenas, viacrucis, coronillas, creyendo que de tanto rezar Dios va a conceder la salud deseada.  Yo no lo veo así.  La oración modelo de Jesús fue de otra manera:  Padre, si quieres aleja de mí este cáliz de amargura, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22,42).  Ni la salud corporal ni el parqueo en el centro comercial son la salvación que Dios nos da.  Ese debe ser el contenido de nuestra oración.  La enfermedad y otras incertidumbres de la vida nos hacen conscientes de nuestra fragilidad; por eso nos dirigimos a Dios en la oración para reconocer que Él es nuestra seguridad y fortaleza.  Si nos curamos, será un regalo, una gracia; si morimos de la enfermedad, no caeremos al vacío, sino que llegaremos antes de lo esperado a la presencia de Dios misericordioso.  Si clamamos a Dios en nuestra necesidad, debemos saber que esa es una oración para reconocer nuestra indigencia y ponernos en sus manos, sea que la necesidad se resuelva como lo pedimos o no.  Las personas que piensan que Dios va a resolvernos los problemas como nosotros lo esperamos o deseamos, acaban diciendo que perdieron su fe en Dios.  Y así concluye Jesús su enseñanza:  ¿Cuándo venga el Hijo del hombre, encontrará fe en la tierra? No nos hemos dado cuenta de que Dios principalmente se nos da Él mismo, y él es más valioso que la salud y el bienestar.

El episodio de Moisés que mantuvo las manos alzadas, con la vara poderosa en sus manos, y así logró que los israelitas vencieran en la guerra contra los amalecitas tampoco nos ayuda mucho a comprender la oración.  Porque ese episodio se debe entender de otra manera.  Comparémoslo con otro pasaje anterior.  Cuando los israelitas salieron de Egipto se toparon con el mar y estaban acorralados entre el mar y el ejército egipcio.  Moisés, obedeciendo a Dios, alzó la vara frente al mar y se abrió.  Donde no había salida, Dios mostró su poder abriendo paso hacia la vida y la libertad.  Así también ahora, en la guerra contra los amalecitas, Dios concedió la victoria sobre la muerte, a través de Moisés y su vara.  Moisés aquí es más bien un anticipo de Jesús y su cruz que nos dan la victoria sobre la muerte y el pecado, nuestros dos grandes enemigos.  Moisés no es ejemplo de oración constante, sino anticipo de Cristo y su cruz que nos dan vida y esperanza. 

Las expresiones del salmo responsorial ilustran mejor la verdadera oración.  Dirijo la mirada hacia la altura de donde ha de venirme todo auxilio.  La mirada dirigida hacia lo alto es la mirada humana que sabe que en la altura está Dios mirándonos primero; hacia él se dirige nuestra mirada y nuestra intención confiada siempre.  El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.  En efecto, tu guardián, el Señor, nunca duerme.  No, jamás se dormirá o descuidará el guardián de Israel.  El Señor te protege y te da sombra, está siempre a tu lado.  Vuélvele entonces siempre y constantemente tu mirada y tu palabra para corresponder a esa vigilancia amorosa y perenne de Dios sobre ti.  No le pidas cosas; pídele estar junto a Él siempre.  Te guardará el Señor en los peligros y cuidará tu vida; protegerá tus ires y venires, ahora y para siempre.  Que tu confianza en Él no decaiga y que la confianza de tener al Señor a tu lado te llene siempre de alegría y gozo.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán