El pasaje del evangelio que acabamos de leer y escuchar consiste en una serie de sentencias de Jesús acerca de las exigencias del discipulado. En la primera, Jesús exige una fidelidad y adhesión que prevalece sobre la fidelidad y adhesión a la propia familia. Eso solo lo puede reclamar alguien que sabe que tiene categoría divina. Una fidelidad a Cristo que se contraponga a la fidelidad a los miembros de la propia familia se daba cuando, al inicio del evangelio, un miembro de la familia se hacía cristiano contra el parecer de la familia. Todavía este tipo de opciones se puede dar con variantes diversas en algunas circunstancias actuales. Se pueden dar ocasiones en las que un miembro de la familia se vea en la necesidad de actuar de modo íntegro desde el punto de vista ético y moral, de acuerdo con la voluntad de Dios, contra el parecer del resto de su familia incluso la más cercana. En circunstancias semejantes vale la sentencia de Jesús: el que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí.
Luego está la sentencia paradójica, en la que Jesús utiliza la palabra “salvarse” con dos significados distintos: El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí la salvará. La frase se debe entender como una advertencia de Jesús para el momento en el que su discípulo sufriría persecución, acoso, amenazas de muerte por ser cristiano. Si ese discípulo hace maniobras, reniega convicciones, oculta su fidelidad a Cristo y de ese modo escapa la persecución y conserva su vida de una muerte segura, habrá “salvado” su vida según los criterios de este mundo; pero la habrá perdido ante Dios, en cuanto que no habrá guardado la fidelidad necesaria para alcanzar la vida eterna. Por el contrario, el discípulo que, en circunstancias de acoso y persecución, paga el precio de perder su vida temporal para permanecer fiel a Cristo y al evangelio, ese “salvará” su vida ante Dios. La fe no es entretenimiento y sentirse bien, es en el fondo opción de vida, a veces contra la corriente cultural y una perspectiva en la que solo cuenta la vida en este mundo.
Finalmente, las últimas dos frases de Jesús son muy parecidas. Jesús promete el reconocimiento divino a la persona, que sin ser todavía discípulo suyo, tiene gestos de reconocimiento, acogida, respeto, apoyo a sus enviados: El que recibe a un profeta por ser profeta; el que recibe a un justo por ser justo; el que da un vaso de agua a un cristiano necesitado por ser discípulo de Jesús tendrá su reconocimiento, pues aunque no es explícitamente discípulo suyo, con su acto de acogida manifiesta el reconocimiento implícito a Jesús al tratar bien a estos diversos personajes por su vinculación con Cristo.
En relación con estas sentencias de Jesús debemos leer el relato de la mujer de Sunem de la que habla la primera lectura. Es una mujer distinguida, rica. La historia tendría incluso un mayor alcance, si suponemos que es una mujer cananea, es decir, que no es israelita, pero admira la predicación y al Dios del profeta Eliseo. De tal modo que siempre que lo ve pasar por el pueblo en sus giras, la mujer lo invita a comer. Llega el momento en que incluso decide dar un paso más. No solo quiere apoyarlo dándole de comer, sino ofreciéndole un lugar para descansar. Con el consentimiento de su marido, la mujer le construye al profeta un cuarto amueblado para que se quede allí cuando venga a visitarnos: con una cama, una mesa, una silla y una lámpara. Para aquellos tiempos: hotel cinco estrellas. En recompensa, el profeta imploró de Dios que cumpliera el deseo de la mujer de tener un hijo. Y así fue. Se cumplió anticipadamente en ella lo que dijo Jesús: quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su recompensa.
Hoy también hemos leído un pasaje importante de la carta de san Pablo a los romanos. Pablo explica de qué manera comienza en nosotros la salvación por medio del bautismo. El acontecimiento fundamental por el que Jesucristo nos salvó fue su muerte y resurrección. La muerte de Cristo en la cruz se parece a la nuestra en cuanto que marcó el fin de su vida terrenal. No se parece a la que nosotros esperamos tener en cuanto que fue atroz y cruel por la pasión que le precedió y la cruz en la que ocurrió. Tampoco se parece a la nuestra en cuanto que fue la expresión del gran amor de Dios por nosotros, que nos habilitó para recibir el perdón de Dios. La muerte de Cristo lo sacó de este mundo marcado por el pecado. Su resurrección, en cambio, fue para él en su dimensión humana, el inicio de otra forma de vivir tras la muerte, para Dios y en Dios. Para san Pablo, nuestra salvación consiste en entrar en esa dinámica de muerte y resurrección de forma sacramental.
Por el bautismo, hemos quedado unidos a Cristo y participamos místicamente con él en su muerte. En palabras de Pablo: todos los que hemos sido incorporados a Cristo Jesús por medio del bautismo, hemos sido incorporados a su muerte. En efecto, por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte. La muerte de Cristo significó que dejó de ser parte de este mundo pecador. Por lo tanto, nosotros al quedar bautizados, ciertamente no salimos de este mundo, pero espiritualmente Dios rompe nuestros vínculos con el mundo de pecado; quedamos limpios de pecado. Pero también en forma espiritual y mística, participamos de la resurrección del Señor. Para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos para la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva. Esto es más evidente en las personas que se vuelven cristianas en edad adulta, después de pasar años muchas veces en extravíos intelectuales y morales. Al encontrar a Cristo y su evangelio y poner fe en él, rompen con ese pasado y comienzan en página nueva una nueva vida como hijos de Dios. Mucha gente buena, bautizada en su infancia, ha sido educada y ha crecido en caminos de santidad y no experimentan esa ruptura con un pasado pecador que no han tenido. Pero también se dan casos de personas bautizadas en su infancia, que por diversas razones llevan una vida lejos de Dios y, solo años después, vuelven a recuperar su bautismo por un proceso de conversión para vivir de otro modo la experiencia de muerte y resurrección. La vida moral del cristiano se sustenta en la vida nueva de su resurrección bautismal. Por eso termino con la exhortación de san Pablo: considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán