Un concepto básico de la salvación y espiritualidad cristiana es el de “libertad”. Es un concepto que también se utiliza en contextos políticos y sociales. Por eso hay que tener cuidado cuando se citan fuera de contexto frases de Jesús o de san Pablo en la que ellos utilizan la palabra “libertad”. Es famosa la sentencia de Jesús la verdad los hará libres (Jn 8,32) o la de san Pablo en la primera frase de la segunda lectura de hoy: para ser libres, nos ha liberado Cristo (Gal 5,1). ¿Qué es y qué no es la libertad cristiana?
En el ámbito político y social, la palabra libertad se emplea en diversos contextos. Una persona que comete un delito y recibe como pena un tiempo de reclusión en la cárcel, pierde su libertad; y cuando termina el cumplimiento de su sentencia recobra su libertad. Aquí la palabra libertad se refiere a gozar de los derechos ciudadanos de gobernar su propia vida dentro de la ley. También en el ámbito político se dice que los habitantes de un territorio adquirieron su libertad, cuando dejaron de estar gobernados por una autoridad ajena y distante del territorio y esos habitantes pudieron organizarse políticamente y designar sus propias leyes y autoridades. En el ámbito de los derechos humanos, la libertad consiste en la facultad de ejercer ciertos derechos, como el derecho a la vida, a tener y expresar el propio pensamiento y convicciones religiosas y otros muchos más.
En el Nuevo Testamento la palabra libertad tiene también un significado preciso. En primer lugar, designa la condición del creyente que ha sido redimido de la esclavitud al pecado que lo aleja de Dios. El pecado nos domina, se enseñorea de nosotros, y nos doblegamos a él; somos sus esclavos. Jesucristo, con su muerte en la cruz, nos capacitó para recibir gratuitamente el perdón de Dios que nos libera del pecado y nos capacita para construir nuestro futuro sin que el lastre del pasado lo impida. El pecado nos destruye, la obediencia a Dios nos construye como personas. Por lo tanto, la libertad del pecado no nos constituye en personas sin ley, para hacer lo que “nos dé la gana”, como se dice vulgarmente. Jesucristo nos libera del pecado para que obedezcamos a Dios. Como dice san Pablo hoy: Cristo nos ha liberado para que seamos libres. Conserven, pues, la libertad y no se sometan de nuevo al yugo de la esclavitud. Su vocación, hermanos, es la libertad. Pero cuiden de no tomarla como pretexto para satisfacer su egoísmo; antes bien, háganse servidores los unos de los otros por amor. San Pablo lo dice de modo elocuente en los capítulos 6 y 7 de la Carta a los romanos. Cito un pasaje: Lo mismo, pues, que antes se entregaron como esclavos a la impureza y a la maldad hasta llegar a la perversión, así ahora entréguense como esclavos al servicio de la justicia para conseguir la santidad (Rm 6,19). San Pablo no entiende la libertad como la capacidad de hacer lo que se nos ocurra como conveniente en este o aquel momento. San Pablo considera que la libertad es la liberación de la inclinación a realizar acciones destructivas y la habilitación para realizar acciones que nos construyan como personas y como sociedad, tal como nos lo enseña la ley moral de Dios. La libertad cristiana no consiste en vivir sin ley, sino en vivir sujetos a la ley que nos edifica, nos construye, nos humaniza, nos santifica.
San Pablo también habla de la libertad de la esclavitud de la ley. Este es un matiz que a veces nos cuesta entender. Al final de la lectura de hoy, leemos esta frase: Si los guía el Espíritu, ya no están ustedes bajo el dominio de la ley. ¿Qué ley es esa que nos domina y nos esclaviza? ¿No acabo de decir que quien ha sido liberado del pecado debe sujetarse a la ley de Dios? ¿Hay otra ley acaso? Hay un dicho popular, fruto de la observación de cómo actuamos los humanos que dice: “Lo prohibido seduce; lo prohibido excita mi deseo”. San Pablo lo dice así: El caso es que la ley es santa; y los preceptos son santos, justos y buenos. Lo que pasa es que el pecado, para demostrar su fuerza, se sirvió de una cosa buena para causarme la muerte; de este modo, el pecado, por medio del precepto, ejerce hasta el máximo todo su maléfico poder (Rm 7,12.13). Si estamos gobernados internamente por el egoísmo, el orgullo, la lujuria, la codicia, la envidia, el odio, el rencor, los preceptos de la ley nos parecen una carga que no queremos acatar; es más, nos atrae hacer lo que la ley moral prohíbe. Pero si en vez de estar gobernados internamente por esas pasiones, dejamos que el Espíritu Santo nos purifique por dentro y que el amor a Dios nos motive, entonces la ley de Dios ya no es una losa sobre nuestras espaldas, sino que nos sabemos atraídos a acatar la voluntad de Dios. Por eso Pablo concluye: Los exhorto, pues, a que vivan de acuerdo con las exigencias del Espíritu; así no se dejarán arrastrar por el desorden egoísta del hombre. Este desorden está en contra del Espíritu de Dios, y el Espíritu está en contra de ese desorden. Y esta oposición es tan radical, que les impide a ustedes hacer lo que querían hacer. Pero si los guía el Espíritu, ya no están ustedes bajo el dominio de la ley. Esa es la libertad cristiana, la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones, que nos inclina a buscar a Dios, a desear lo justo, a servir al prójimo, a desear cumplir la voluntad de Dios. Esa libertad nos construye, nos humaniza, nos santifica.
San Pablo también entiende la ley en otro sentido y la contrapone a la ley de la gracia. El régimen de la ley significa que es nuestra responsabilidad ganarnos el favor de Dios por la obediencia a sus mandamientos. Así vivía san Pablo su relación con Dios antes de conocer a Cristo. Pero se daba cuenta de su propia debilidad. Aunque se esforzaba por cumplir todos los preceptos de la ley, siempre había una falta, una imperfección, y por inadvertencia, hasta faltas graves contra la ley de Dios. Le resultaba imposible agradar siempre a Dios para merecer la salvación. Hay gente que se dice cristiana y vive todavía angustiada de ese mismo modo. Si según el régimen de la ley nosotros debemos convencer a Dios con las buenas obras para que nos perdone; en el régimen de la gracia es Dios quien nos ofrece gratuitamente su perdón por la muerte de Cristo en la cruz y trata de convencernos de que nos convirtamos a él y nos arrepintamos del pecado. En el régimen de la gracia, la obediencia a los mandamientos no tiene el propósito de mostrarle a Dios cuán buenos somos, sino de mostrarle con nuestro esfuerzo imperfecto y deficiente lo agradecidos que estamos de que Él nos haya dado su perdón y nos haya reconciliado consigo en Cristo.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán