Domingo XIII

Acabamos de escuchar un pasaje evangélico de mayor extensión que los pasajes que usualmente se leen los domingos.  Se trata de dos relatos de milagros realizados por Jesús, pero engarzados uno dentro del otro.  En el relato que sirve de marco, Jesús resucita a una niña de doce años.  En medio de ese relato, san Marcos cuenta otro en el que Jesús cura a una mujer que por doce años ha padecido una enfermedad.  Examinemos los relatos.

Un hombre prominente, jefe de la sinagoga, llamado Jairo se acerca a Jesús, se postra ante él en adoración, y le explica que tiene una hija pequeña enferma y a punto de morir y le pide que vaya a su casa a imponerle las manos para que se cure y viva.  Jesús se pone en camino, acompañado de una multitud.  Cuando le suplicamos salvación, Jesús se apresura a dárnosla.  En el trayecto una mujer se acerca a él.  A diferencia de Jairo, esta mujer se acerca a escondidas, no sabemos su nombre.  La mujer busca salud, pero no lo hace con una petición, pues la enfermedad que padece y según la mentalidad de la época, la hace impura socialmente y le da vergüenza divulgar una enfermedad íntima.  Pero piensa que, con solo tocar la ropa de Jesús, el poder sanador que dimana de él, la sanará.  Todo quedaba disimulado pues el gentío caminaba tropezándose y empujándose unos con otros.  La mujer logra llegar hasta Jesús, y con gran fe le toca el manto.  De inmediato siente la salud en su cuerpo.  Pero Jesús también siente que un poder sanador ha emanado de sí.  Se detiene y pregunta: ¿Quién ha tocado mi manto?  Sus discípulos se sorprenden y le hacen ver la insensatez aparente de la pregunta, cuando tanta gente empuja y tropieza.  Pero el poder sanador de Jesús no es una fuerza mágica que actúe solo por contacto.  La mujer se acercó con fe, y es necesario que esa fe se manifieste.  La fe debe ser declarada.  Todavía hoy en la Iglesia no es posible ser católico clandestino, en secreto, a no ser en tiempos de persecución.  Hay que profesar públicamente la fe ante la comunidad de creyentes.  La mujer se acerca y se confiesa, no de sus pecados, sino de su enfermedad corporal.  Y la confesión de su enfermedad es también declaración de su fe en Jesús.  Por eso Jesús declara:  Hija, tu fe te ha curado.  Vete en paz y queda sana de tu enfermedad.

En este punto se reanuda el relato de Jairo y su hija.  Le llega noticia a Jairo de que su hija ya ha muerto.  Pero insiste en ir.  La niña no está muerta, está dormida.  A los ojos humanos, la niña ha muerto, ha perdido la vida.  A los ojos de Dios y según su poder, la niña duerme.  En Jesús la muerte ha sido vencida y no es la realidad definitiva.  Jesús va a dar un signo, una señal, de la resurrección futura, por medio de una revivificación de la niña.  Esa no es todavía la resurrección para vivir con Dios, sino una revivificación como sombra y anticipo de nuestra esperanza.  Jesús llega hasta donde está la niña, le habla en su idioma arameo, y le dice: ¡Óyeme, niña, levántate!  La niña, que tenía doce años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar y Jesús ordenó que le dieran de comer. 

En estos dos relatos escuchamos una expresión en forma de narración de la misión de Jesús y de la salvación que él ha venido a ofrecer.  Él ha venido a perdonar los pecados de quienes confiesan sus faltas secretas y ocultas como la enfermedad corporal de la mujer.  Él ha venido a vencer la muerte con su resurrección.  Los creyentes en Cristo no morimos para siempre, sino que nos dormimos en el Señor, con la esperanza de escuchar su voz que nos despierte a la vida para siempre.  Esa es nuestra esperanza y nuestra confianza.

La primera lectura nos ofrece una ampliación de esta enseñanza cuando dice que Dios no hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes.  Todo lo creó para la subsistencia.  Las creaturas del mundo son saludables; no hay en ellas veneno mortal.  Estas frases nos ofrecen la visión optimista y positiva sobre la creación.  Frente a las filosofías y religiones que declaran que la materia es mala, que el cuerpo es fuente de pecado, que lo único que vale es lo espiritual, nosotros afirmamos que Dios hizo todo bueno pues todo fue creado por su palabra y todas las cosas, especialmente el ser humano, recibieron su existencia de Dios y reflejan su verdad en su consistencia, su belleza en su aspecto armonioso, su bondad en su función en la creación.  Si hay enfermedad y muerte, no es por designio ni voluntad de Dios.  Él no quiere ni la enfermedad corporal ni la espiritual, que es el pecado y la ignorancia.  Él tampoco quiere la muerte.  Si esas cosas se dan, no es por la voluntad de Dios.  Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan quienes le pertenecen.  Echarle la responsabilidad al diablo de los males que padecemos es un modo de decir que esos males son reales no ficticios, pero no son parte del designio de Dios para nosotros y podemos pedir y esperar que Dios los quite.  Dios creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo.  Jesucristo ha venido para limpiar al mundo de los dos males que solo Dios puede quitar, el pecado y la muerte, y para motivarnos para que nosotros nos esforcemos por quitar los males que podemos superar o por lo menos aliviar: la enfermedad corporal con la medicina, la pobreza con un sistema económico de comprobada eficiencia para aliviarla, las guerras con la búsqueda del entendimiento entre los actores sociales dentro de un país o entre las naciones.

San Pablo amplía todavía esta reflexión acerca de Jesús con otras imágenes y con un lenguaje tomado del ámbito económico.  Nos dice:  Bien saben lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para que ustedes se hicieran ricos con su pobreza.  Jesucristo era rico cuando subsistía en la gloria de Dios, como su Hijo eterno.  Se hizo pobre en su encarnación, al despojarse de la gloria propia de su condición divina, y sin dejar de ser Dios, asumió la condición humana, e incluso, como humano sufrió la muerte en la cruz.  Nos enriqueció con su pobreza, porque al compartir con nosotros la condición humana, nos comunicó su Espíritu, para que nosotros llegáramos a ser hijos adoptivos de Dios, herederos de la vida eterna que el Padre nos da desde ahora y para siempre. San Pablo propone este ejemplo de Jesucristo, como una motivación para que nosotros también sepamos compartir, sepamos enriquecer a otros a través de nuestra generosidad.  Demos, pues gracias a Dios y a Jesucristo, que así nos ama y así nos salva.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán