Domingo XI

La segunda lectura que hemos escuchado nos ofrece el texto para reflexionar sobre un tema del que hablamos poco y a veces nada:  vivimos en este mundo con la esperanza de alcanzar la vida eterna del cielo.  El cristiano vive en el tiempo con la mirada puesta en la eternidad.  Hemos escuchado un breve pasaje de la Segunda carta de san Pablo a los corintios.  Repito el pasaje:  mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor.  Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía.  Estamos, pues, llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor.  La comprensión cristiana del tiempo y de esta vida en el tiempo contrasta enormemente con la comprensión que predomina en nuestra sociedad y cultura, según la cual este tiempo es lo único que hay.  O quizá la gente sí supone que hay algún tipo de existencia después de la muerte, en una especie de existencia en un sueño agradable.  Lo que hagas en este tiempo no determina para nada lo que te pueda ocurrir después de la muerte.  Basta ver lo que se dice en los funerales:  ya descansó, ya está en un lugar mejor, ya se nos adelantó.  Parece una descortesía rezar para que el Señor perdone los pecados del difunto, pues ¡cómo vamos a creer que el muerto cometió pecados!  De los muertos solo es lícito recordar las cosas buenas que hicieron mientras vivieron en este mundo; después de la muerte, el olvido.  No es así como entendemos la vida los cristianos, que hacemos misas y sufragios para que el Señor perdone los pecados de quienes murieron sin completar su proceso de arrepentimiento y purificación.

Nosotros entendemos que hemos sido creados y nacemos en este mundo como una etapa encaminada a nuestro destino verdadero que es estar con Dios para siempre.  Los antiguos catecismos hacían una pregunta que ya no se encuentra en los actuales, pero que sigue siendo importante.  La pregunta era: ¿para qué has venido a este mundo, para qué has sido creado?  Y la respuesta era: para conocer, amar y servir a Dios en esta vida y gozarle después de santa muerte.  Es lo mismo que enseña san Pablo en las palabras de la segunda lectura de hoy.  En esta vida estamos desterrados, lejos del Señor.  Por supuesto que Jesucristo está con nosotros a través de su Palabra, en la santa eucaristía, con el don de su Espíritu, con el auxilio de su gracia.  Pero todavía no gozamos de su presencia, que es la meta y el objetivo de nuestra vida.  Por eso dice san Pablo: Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía la gloria de la presencia de Dios.

Ahora bien, esa esperanza del cielo condiciona el modo como vivimos en este mundo, pues para llegar al cielo hay que vivir aquí y ahora con responsabilidad.  Construimos nuestra vida personal, la de nuestra familia y la de nuestra comunidad, si actuamos con responsabilidad.  Pero también podemos destruirnos a nosotros mismos, destruir y amargar la vida de quienes viven con nosotros y actuar como enemigos de la sociedad en la que vivimos.  Podemos lograr la vida; podemos también fracasar en la vida.  Para caminar hacia el Señor debemos vivir en este mundo de modo constructivo.  Los Diez Mandamientos son una de las principales guías que tenemos para conocer las acciones destructivas que debemos evitar.  Y si los ponemos en positivo, conoceremos las acciones constructivas que debemos ejecutar para crecer en humanidad y en santidad.  Pero hay otros modos también de obtener orientación sobre lo que debemos hacer para caminar bien:  cuando cumplimos las obligaciones hacia la familia, cuando actuamos de modo responsable en el trabajo, cuando somos ciudadanos solidarios y justos caminamos hacia el Señor.

Debemos saber además que nuestra responsabilidad se esclarece ante Dios.  Para nosotros los creyentes la tarea de construir nuestras personas, nuestra familia y nuestra sociedad es un acto religioso, que desempeñamos en conciencia ante Dios.  Debemos dar cuenta ante él de nuestra conducta.  No solo al final de la vida, sino día tras día.  Pablo continúa su enseñanza con estas palabras:  Por eso procuramos agradarle, en el destierro o en la patria, es decir, en este mundo y en el cielo.  Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida.  Muchos descartan la idea de que Dios nos va a juzgar y que el juicio puede resultar en aprobación o condenación.  ¿Cómo puede Dios condenar, si es misericordioso?  Pero es que Dios no condena a nadie, sino que su luz y su verdad, su santidad y su gloria ponen en evidencia nuestros logros y fracasos, nuestro empeño por construir o nuestra maldad para destruir.  Dios lo único que hace es poner ante nuestros ojos los recovecos de nuestro corazón, ya, desde ahora.  Por eso es un buen ejercicios someternos cada día al juicio de Dios.  Sí.  Nuestra existencia puede terminar en un gran fracaso y frustración o en el logro de la plenitud y la santidad, del gozo y de la eternidad.  Y la esperanza de que Dios nos juzgue sostiene el empeño en vivir ahora de modo constructivo y responsable. 

En el pasaje evangélico hemos escuchado dos parábolas.  Podemos leer la primera de ella a la luz de la segunda lectura que acabamos de comentar.  Dice Jesús que el reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra semilla en la tierra.  El hombre sin duda preparó la tierra, la libró de malezas, la abonó, la labró para adecuarla a la siembra y luego sembró.  El crecimiento de la semilla, sin embargo, no depende del agricultor.  Sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece.  Hay una fuerza propia en la semilla.  El agricultor puede favorecer la dinámica de crecimiento de la semilla, pero él no causa el crecimiento.  Con esta parábola Jesús quería acentuar el carácter gratuito del Reino.  A la luz de la enseñanza de san Pablo podemos decir que alcanzar el cielo, es decir, la plenitud del reino de Dios depende de la responsabilidad con la que actuemos en esta vida.  Pero tener el reino de Dios como meta, eso es un don gratuito de Dios.  Nosotros no hemos creado el cielo que esperamos; esa meta y destino la ha puesto generosamente Dios para nosotros como también los medios que nos ayuden a caminar con responsabilidad hacia esa meta, tales como el perdón de los pecados, la gracia del Espíritu Santo, la ley moral que nos instruye, son dones gratuitos de Dios.  La vida cristiana es gracia.  Caminemos por este mundo con la mirada puesta en la meta que nos aguarda y, no solo creceremos como personas responsables y ciudadanos colaboradores, sino que también seremos santos.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán