Hoy creo oportuno comenzar el comentario a las lecturas que acabamos de escuchar por la segunda. Es un pasaje de un texto más amplio en el que san Pablo argumenta e instruye a los corintios acerca de la realidad de la resurrección de Cristo y de nuestra propia resurrección. Los corintios pensaban que la resurrección era una figura, una metáfora, un modo de hablar para referirse a algo que solo está en la cabeza de quien la piensa. Pero él insiste que no, que se trata de una nueva manera de existir de Cristo después de su muerte en la cruz y de los cristianos, cuando nos llegue el momento de resucitar gracias a nuestra unión con Cristo en Dios. La resurrección no es la presencia de Cristo en la mente de quien piensa o cree en él, sino que es una transformación que le ha ocurrido a Cristo en su propio ser, de la misma manera que la resurrección que esperamos es algo que nos ocurrirá a nosotros, y no nuestra permanencia en la mente de nuestros deudos que nos sobrevivan.
Él dice que los seres humanos, todos, creyentes o no creyentes, estamos configurados al modo de Adán, el primer hombre que existió. Ese primer hombre, dice el libro del Génesis, hecho de tierra, es terreno, es decir, pertenece a este mundo. De hecho, podemos comprobar cómo nuestro cuerpo, nuestros órganos vitales, los compartimos con muchos otros animales, especialmente con los mamíferos; podemos comprobar cómo nos alimentamos de los frutos de la tierra y cómo el clima, el ambiente de la tierra afecta nuestra propia existencia en este mundo. También podemos comprobar cómo al morir, nuestro cuerpo se desintegra, se pudre, se vuelve polvo. Ahora con la práctica de la cremación hasta aceleramos el proceso de reducción del cuerpo a ceniza. Pero los seres humanos no somos solo cuerpo, somos también alma, somos espíritu. El primer hombre, Adán, fue un ser que tuvo vida. Algunas acciones que realizamos manifiestan esa alma: tenemos interioridad, pensamos, tenemos conciencia, tenemos identidad y sabemos quiénes somos, tenemos memoria y podemos proyectar el futuro; tenemos la capacidad de hablar y podemos expresar nuestros pensamientos en palabras y transmitirlos a otras personas. Desde nuestro interior nos proyectamos hacia las otras personas, es más, hay dentro de nosotros un deseo de plenitud de alegría y de amar y ser amados. Estamos hechos para Dios y por eso deducimos que Dios nos ha creado, nos ha hecho para sí. No todo el mundo lo piensa ni lo sabe, pero si nos enseñan a pensarlo, descubrimos que es así. Pero toda esa realidad que somos se desintegra con la muerte. Como fue el hombre terreno, Adán, así son los hombres terrenos, todos nosotros. Si Dios nos pensó y por eso vinimos a la existencia, algo de nosotros permanecerá en el pensamiento de Dios. Pero es como si Dios nos pensara sin que nosotros mismos lo supiéramos.
Por eso, dice san Pablo, los creyentes tenemos otro modelo de configuración. Si todos los humanos nos parecemos a Adán, los creyentes estamos llamados a configurarnos con Cristo resucitado. Él se convierte para nosotros en un segundo Adán, que no está al principio, sino que está al final; no está por detrás, sino que está delante de nosotros, no está en el pasado, sino que está en el futuro. Del mismo modo que fuimos semejantes al hombre terreno, Adán, seremos también semejantes al hombre celestial, Cristo resucitado. Adán y Cristo nos configuran; Adán desde el pasado, Cristo desde el futuro. Este es el fundamento del crecimiento espiritual, en esto consiste nuestro crecimiento espiritual. Nos vamos despojando gradualmente del Adán terrenal para irnos asemejando al Cristo celestial. Este crecimiento es posible por la acción del Espíritu Santo en nosotros. La enseñanza del Evangelio siembra en nosotros la fe; los sacramentos del bautismo y la confirmación nos introducen místicamente en la muerte y la resurrección de Cristo. A través de la comunión del Cuerpo de Cristo nos hacemos uno con él. Y de esa manera, gradualmente nos vamos configurando con Cristo, nos vamos santificando, nuestra conducta y sobre todo nuestra caridad y misericordia nos hacen semejantes a Cristo y a Dios. Desde el interior hacia el exterior; primero en el alma, en el espíritu; luego cuando llegue nuestra resurrección también en el cuerpo.
Esta gradual transformación es la base y el fundamento de la transformación de nuestra conducta. Hoy Jesús en el evangelio nos da toda una serie de enseñanzas acerca de cómo debe ser la conducta de sus discípulos. Las acciones que nos pide requieren que la fuerza y la gracia de Dios actúen en nuestro interior. Dice Jesús: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los difaman. Al que te golpee una mejilla, preséntale la otra. Al que te pide dale; y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. ¿Quién puede hacer eso sino aquel que ha comenzado a transformarse por dentro para parecerse al hombre celestial, a Cristo resucitado? Las exigencias morales de Cristo no son posibles para la persona dejada a sus propias fuerzas, sino para aquel que está sostenido por el Espíritu de Dios. Todas las enseñanzas de Jesús tienen el propósito de que nosotros reproduzcamos la gratuidad y generosidad del amor de Dios y de Cristo por nosotros. Si el mundo se rige idealmente por la justicia, el precio justo y el “te doy para que me des”; el cristiano debe introducir en el mundo la gratuidad. Te doy sin esperar recompensa. Te hago este favor sin pedir que tú me hagas otro. Ustedes amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar recompensa. Así tendrán un gran premio y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno hasta con los con los malos y los ingratos. Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso. Ciertamente será difícil que nosotros seamos misericordiosos en el mismo grado en que lo es el Padre Dios. Pero si no lo somos en el mismo grado, al menos que en nuestras acciones se vislumbre un reflejo de la misericordia y la gratuidad de Dios.
Como ejemplo de la capacidad de perdonar al enemigo, la liturgia propone hoy el relato de cómo David perdonó la vida de Saúl, que por envidia y ambición había salido en campaña para capturarlo y matarlo. Teniendo la oportunidad a la mano de matar a su enemigo, David lo perdonó. Dios te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor. Que el Señor nos dé la ocasión de ser agentes de gratuidad.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán