Domingo VII

Las lecturas de este domingo tienen un mensaje común: la vocación a la santidad.  En el pasaje evangélico, Jesús nos exhorta a ser perfectos como Dios:  Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto.  ¿Es eso posible?  Luego, en la primera lectura, el Señor ordena a Moisés a que exhorte a la asamblea de Israel a la santidad:  Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: ‘Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo’.  Finalmente, san Pablo pregunta: ¿No saben ustedes que son el templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?  El templo de Dios es santo y ustedes son ese templo.  En este domingo previo al inicio de la cuaresma resulta apropiada esta apremiante llamada a la santidad, ya que la cuaresma tiene ese propósito: que asumamos con conciencia y responsabilidad la vocación a la que Dios nos llama para que seamos santos.

¿Qué significa ser santo?  La santidad es la cualidad principal de Dios.  La santidad es el otro nombre de la divinidad.  Así como la claridad es la cualidad de la luz y ser audible es la cualidad del sonido, así también “santidad” es la cualidad por la que reconocemos la singularidad divina.  Dios es santo porque es otro distinto de toda creatura.  Dios es totalmente otro, pero no está totalmente distante.  Es otro, pero está cerca, de modo que lo ha creado todo, lo sostiene todo y es la plenitud de todo lo que hay.  De hecho, Santo es el nombre de Dios.  Por lo tanto, todas las creaturas pueden recibir la calificación de “santo” por su relación con Dios.  Las personas podemos recibir ese calificativo en la medida en que tenemos que ver algo con Dios.  Somos santos, de la manera más tenue y general, en cuanto creaturas hechas a imagen y semejanza de Dios; por ser criaturas de Dios llevamos en nosotros la huella de la santidad de Dios.  Tenemos la consistencia del ser, la verdad de nuestra identidad humana, la belleza de nuestra naturaleza, la bondad de nuestra existencia, que no queda destruida, sino solo ensombrecida por la maldad de nuestro pecado.

Si además somos creyentes en Cristo y hemos recibido el sacramento del bautismo, la confirmación y la eucaristía, somos santos porque Dios ha invocado su nombre sobre nosotros, nos ha dado su Espíritu y nos ha integrado al Cuerpo de Cristo.  Dios nos ha comunicado su divinidad, habita en nosotros.  Somos templo del Espíritu Santo dice san Pablo.  Y en sus palabras de despedida Jesús prometió a sus discípulos que él y el Padre vendrían a habitar espiritualmente en nosotros:  El que me ama, se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él (Jn 14, 23).  Esta acción de Dios en nosotros para que participemos de Él, para que vivamos en Él y para que Él habite en nosotros nos hace santos, es decir, somos suyos, estamos consagrados a Él.  De ese modo Dios nos comunica su salvación en cuanto que destruye en nosotros el pecado y la muerte, y nos llena de su vida y santidad, de su gloria y su luz.

Pero nosotros podemos ahuyentar a Dios, lo podemos alejar de nosotros, porque de hecho la fuerza del pecado sigue activa también en nosotros.  Mientras la claridad de Dios nos ilumina, el pecado no nos domina.  Pero a medida que nos alejamos de Dios, volvemos a la oscuridad del pecado y de la muerte.  Es aquí donde aparece el segundo significado de la santidad.  Somos santos por la respuesta que damos a la obra de Dios en nosotros.  Somos santos en la medida en que nos vamos apropiando de la santidad que Dios ha creado en nosotros por sus sacramentos.  Nos apropiamos de la santidad de Dios en nosotros por medio de una conducta motivada por el amor y la obediencia a Dios. 

Cuando Cristo nos pide: sean perfectos como su Padre celestial es perfecto, nos pide que reflejemos en nuestra condición de creaturas la santidad que Dios ha creado en nosotros.  Reflejamos esa santidad de Dios, cuando actuamos con generosidad incluso con quien no tiene ninguna generosidad hacia nosotros.  Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial que hace salir su sol sobre los buenos y los malos y manda su lluvia sobre los justos y los injustos.  Jesús nos pide que imitemos a Dios en una generosidad y desprendimiento desinteresado.  Nuestra conducta no se debe guiar por el criterio de que te doy porque me diste y te trato bien porque me trataste bien; pero te ignoro porque tú me ignoraste y no me tomaste en cuenta.

Por ese mismo motivo san Pablo nos exhorta a tener la sabiduría de Dios y no la sabiduría de este mundo.  La sabiduría de este mundo es la de la astucia, la que lo hace a uno presumido y dominante.  Que nadie se engañe, dice el apóstol.  Si alguno de ustedes se tiene a sí mismo por sabio según los criterios de este mundo, que se haga ignorante para llegar a ser verdaderamente sabio.  Porque la sabiduría de este mundo es ignorancia ante Dios.  Nuestra gloria y salvación está en pertenecer a Dios dice Pablo.  Que nadie se gloríe de pertenecer a ningún hombre.  Nuestra salvación no consiste en seguir a ningún político, a ningún deportista, a ninguna modelo o artista, a ningún cantante, a ningún empresario, a ningún líder religioso católico o de otra religión.  Nuestra identidad y salvación no viene de nuestra adhesión a ningún ser humano.  Nuestra santidad activa consiste en adherirnos a Dios a través del seguimiento de Jesús.

En el contexto de esa exhortación que Moisés dirige al pueblo para que sea santo como Dios es santo aparece el mandamiento que Jesús consideró como el primero de todos:  No te vengues ni guardes rencor a los hijos de tu pueblo.  Ama a tu prójimo como a ti mismo.  Yo soy el Señor.  Ya desde entonces Dios nos enseña que somos santos como Él por hacer el bien de manera desinteresada y no como repago a quien nos hizo bien primero.  Así actúan los paganos dice Jesús.  No es necesario que el sentimiento acompañe los actos a favor del prójimo.  Si hay sentimiento, mejor, pero ese no es el ingrediente necesario.  El amor se despliega en la voluntad de ayudar, auxiliar, favorecer, construir.  Tampoco el amor es ingenuo; el amor es constructivo cuando tiene criterio para discernir dónde se hace el bien y dónde se fomenta la picardía.  Ante la cuaresma inminente, dispongámonos a renovar en nosotros la voluntad de corresponder con nuestra conducta a la santidad que hemos recibido de Dios.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán