Domingo II

Hemos comenzado “el tiempo ordinario”. La Iglesia llama con ese nombre a estas semanas entre el tiempo de navidad y la cuaresma, como también a las semanas que trans­curren desde que termina el tiempo pascual y comienza otra vez el adviento. Es un tiempo, que en sus dos partes suma 34 semanas, en el que se celebra el misterio de Cristo y de nuestra vida en él. Las lecturas que la Iglesia nos propone cada domingo dan pie para meditar sobre Dios y su obra de salvación y sobre nuestra existencia como creyentes.

En los domingos del tiempo ordinario, la primera lectura está relacionada temática­mente con el evangelio, mientras que la segunda tiene su temática propia, ajena a lo que proponen las otras dos. Las de hoy son un ejemplo de lo que digo. Mientras que el evan­gelio y la primera lectura nos hablan del discipulado y de cómo aprender a tratar con Dios, la segunda nos habla del significado de la sexualidad en la vida del cristiano. A veces es imposible desarrollar los temas propuestos dentro de los límites de tiempo propios de una homilía, que es un servicio de mediación para actualizar la Palabra proclamada y así ayudar a los fieles a aplicar en sus vidas el mensaje que Dios nos ha comunicado en su Palabra.

La primera lectura de hoy introduce el tema del discipulado. El joven Samuel debe aprender a conocer a Dios y a tratar con él. Samuel había sido donado al templo del Señor en Silo, antes de que existiera el templo de Jerusalén. En ese tiempo Elí ejercía el sacer­docio allí. Yo me imagino que Samuel tendría unos diez a trece años. La Biblia no da ninguna información. Escucha de noche una voz que lo llama y lo único que se le ocurre es pensar que quien lo llama es el sacerdote Elí. Samuel todavía se mueve en el ámbito de lo mundano, de lo histórico, de lo físico; no conoce todavía esa otra dimensión de la reali­dad donde vive Dios. Samuel se levanta, corre donde Elí y le pregunta qué quiere, pues lo ha llamado. Esto ocurre dos veces, y Elí que sí tiene experiencia de Dios, cae en la cuenta de que la voz que escucha Samuel es la de Dios. Y lo instruye: Ve a acostarte y si te llama alguien responde: “Habla, Señor, tu siervo te escucha”. El narrador explica que aún no conocía Samuel al Señor, pues la palabra del Señor no le había sido revelada.

Esa frase se nos puede aplicar a todos. Lo que a él le ocurrió nos sucede a todos. El pasaje nos enseña que necesitamos aprender a conocer a Dios, necesitamos quien nos introduzca al mundo de Dios. Dios y sus cosas no son obvias ni evidentes. Requieren una sensibilidad, un discipulado, un aprendizaje. La celebración de la liturgia como ejercicio de lo sagrado debe ser oportunidad para asomarnos a través de los símbolos al mundo de Dios, para trascender la inmediatez de las cosas y llegar a la dimensión donde vive Dios.

El gran maestro sobre las cosas de Dios es Jesús. El evangelio que hemos escuchado relata un episodio del que solo el evangelista Juan da testimonio. Dos discípulos de Juan el Bautista, Andrés y otro no nominado, pasan a ser discípulos de Jesús. Juan ve cómo
pasa Jesús y lo presenta a distancia a sus dos discípulos. Llama a Jesús: el cordero de Dios. Poco antes había dicho: este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Posi­blemente ya Juan el Bautista, y ciertamente el evangelista, apunta con esa expresión a la muerte de Cristo en la cruz. El evangelista, cuando narra la pasión de Jesús, destaca la coincidencia entre la muerte de Jesús y el sacrificio de los corderos pascuales en el templo. Jesús es el cordero que Dios ofreció para la vida del mundo. No le quebraron ningún hueso (cf. Jn 19,31.36), como al cordero pascual. Con su muerte, Cristo nos libró del pecado

Los discípulos siguen a Jesús en silencio. Jesús se vuelve y les pregunta qué buscan. Ellos le hacen otra pregunta: ¿dónde vives, maestro? Con la pregunta le expresaban el deseo de ser sus discípulos, de tenerlo por maestro, de dejarse enseñar por él en los caminos de Dios. Jesús los invita a pasar con él la tarde. Lo reconocen como el Mesías. Andrés invita a su hermano Simón a llegar con Jesús y de inmediato Jesús le cambia el nombre por Kefás, es decir, roca. Un nuevo nombre significa una nueva identidad, una nueva misión, un nuevo destino. Preguntémosle nosotros también a Jesús, dónde vive; dejemos que él nos invite a estar con él y aprendamos con él a conocer al Padre, a conocer a Dios.

Habría que decir muchas más cosas sobre estas dos lecturas, pero no quiero dejar pasar un breve comentario a la segunda lectura, que da una instrucción acerca de la sexua­lidad humana en perspectiva cristiana. La instrucción surge en el contexto de una mala comprensión de la libertad cristiana. Los recién convertidos, a quienes Pablo ha enseñado que gozan de libertad, creen que la libertad significa que todo está permitido. Pero la li­bertad cristiana significa que hemos sido rescatados del pecado y de la muerte para vivir responsablemente de acuerdo con la voluntad de Dios. El cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. ¿Qué significa esa contraposición? Pablo hace una advertencia que refleja la peculiar manera de entender la sexualidad humana “en cristiano”. Es un modo que se contrapone a otros modos de entenderla, muchos vigentes hoy como en la antigüedad o rehabilitados en nuestro moderno paganismo. La lujuria se puede definir como el placer erótico, el placer sexual. Con la palabra “cuerpo” Pablo se refiere al cuerpo sexuado, destinado a la resurrección. Según el apóstol, la sexualidad cor­poral no es para el placer sino para el Señor y el Señor para el cuerpo sexuado. ¿Eso qué significa? Que en cristiano, la sexualidad humana debe ser educada, gobernada, integrada de modo que también esté al servicio de la propia consagración a Dios en el bautismo. La sexualidad no es ajena a la espiritualidad, sino que también participa en la entrega a Dios. Sea en el matrimonio, en la soltería o la viudez, la sexualidad no debe ser nunca una fuerza indómita, sino una facultad gobernada y encauzada hacia Dios: también en el matrimonio. Una sexualidad vivida en la perspectiva de Dios permite cumplir con la exhortación final: No son ustedes sus propios dueños, porque Dios los ha comprado a un precio muy caro. Glorifiquen, pues, a Dios con el cuerpo. Por esa comprensión tan peculiar de la sexualidad, la enseñanza de la Iglesia en torno a la moral sexual es tan diferente de la que propone la cultura contemporánea antes y ahora. Por eso, vivir esa moral sexual exige espiritualidad.

Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán