Estamos llegando al término del año litúrgico y también al final de la lectura de pasajes selectos del evangelio según san Marcos. El próximo domingo celebraremos la solemnidad de Cristo Rey. Para este domingo la Iglesia nos propone siempre un pasaje del discurso de Jesús acerca del fin del mundo, la venida del Hijo del hombre, la resurrección de los muertos y el juicio final. Son asuntos que parecen distantes en el futuro, pero que en realidad constituyen el modo cristiano de vivir en el tiempo y en el mundo. Como dice el mismo Jesús: no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. Por lo tanto, lo que se enseña en este discurso tiene que ver con cada generación de creyentes.
En primer lugar, es parte esencial de nuestra fe la idea de que este mundo es creación de Dios; es hermoso y bueno; ha sido creado al servicio de la humanidad bajo el cuidado del hombre. Pero también es parte esencial de nuestra fe la convicción de que este mundo no es la morada definitiva del hombre; este mundo es caduco y no es la realidad permanente. A esa caducidad de la creación alude la primera frase de Jesús: cuando lleguen aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá. Ciertamente debemos cuidar la creación. Las preocupaciones ambientalistas son legítimas. Pero este mundo no es la realidad definitiva, es decir, el sentido y significado de nuestra vida no se decide a partir de la permanencia o no de este mundo, el sentido de nuestra vida no se decide en torno al problema de si hay mucho o poco plástico que llega al mar. El sentido de nuestra vida se decide a partir de nuestra relación con Dios. El Creador ha puesto este mundo bajo nuestro cuidado y a nuestro servicio; pero este mundo no es divino, porque es creado y es caduco; este mundo no se sostiene a sí mismo ni puede dar sentido a nuestra vida. Eso solo lo puede ofrecer Dios. Hablar de la caducidad del mundo, de su fin, es el modo de enderezar ahora la mirada hacia el único de quien puede venir la salvación. Por supuesto que debemos procurar que ya no llegue plástico al mar, que la lluvia no sea ácida, ni que se talen los bosques. Pero no se decide allí nuestra salvación, al menos, no la salvación que anuncia Jesucristo.
En segundo lugar, es también parte de nuestra fe que Jesucristo, el Hijo del hombre e Hijo de Dios, volverá para completar nuestra salvación. En las palabras del evangelio de hoy: Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. Estamos salvados, pero nuestra salvación todavía no ha llegado a su término y plenitud. En el credo decimos: “y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Aquí hay dos asuntos implicados. La afirmación de que Jesucristo debe venir y lo debemos esperar nos obliga a vivir en este presente con la mirada puesta en el futuro. Ya estamos salvados inicialmente, pero todavía debemos recibir de Dios la plenitud de nuestra salvación. De otro modo quedaríamos desconcertados, pues, aunque el bautismo ha perdonado nuestros pecados, podemos pecar de nuevo; aunque en la eucaristía recibimos el alimento de la vida eterna, sin embargo, nos morimos. La esperanza cierta de nuestra plena salvación nos obliga a vivir el presente en perseverancia, en fidelidad, con responsabilidad.
También creemos que Jesucristo nos juzgará. Es decir, que nuestra libertad actual tiene un referente ante quien debemos dar cuentas: Jesucristo. Nuestra libertad tiene una proyección teológica o cristológica. No solo somos responsables ante nuestra conciencia, ante nuestra familia, ante la sociedad o, cuando nos ponemos solemnes, ante la historia. Primero y ante todo somos responsables ante Dios, día tras día, noche tras noche. La conciencia de que damos cuentas a Dios de nuestra conducta crea la actitud de examinar nuestra conciencia ante Él día tras día.
Finalmente, es parte de nuestra fe, que viviremos para siempre con Dios y para Dios en unión de sus ángeles y santos. En palabras de la primera lectura de hoy: Muchos de los que duermen en el polvo despertarán; unos para la vida eterna y otros para el eterno castigo. O en palabras del evangelio de hoy: Él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo. Vivimos desde ahora y para siempre en la presencia de Dios. Él sabe dónde estamos y dónde encontrarnos. La muerte que padeceremos quedará derrotada en la victoria de Dios en nosotros. Vivimos el presente con esa certeza de que lo que hacemos hoy, que la vida que construimos hoy es una vida para la eternidad. Los que enseñan a muchos la justicia resplandecerán como estrellas por toda la eternidad.
Por eso Jesús nos advierte a que vivamos el presente con conciencia y con la mirada puesta en el futuro de Dios. Por una parte, afirma: En verdad que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. Y luego añade otra advertencia que parece decir lo contrario: Nadie conoce el día ni la hora. Ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solamente el Padre. Creo que Jesús quiere decir que cada generación humana debe vivir el presente con la mente y el corazón abierto al futuro de Dios. En realidad, no importa cuándo van a ocurrir estas cosas, porque lo importante no es el cuándo, sino el cómo este futuro que esperamos afecta nuestro presente. Vivimos en este mundo con plena conciencia de que este mundo no es la realidad definitiva a partir del cual se define el sentido de nuestra vida; sabemos que ya estamos salvados y esperamos la plenitud de nuestra salvación de parte de Dios; sabemos también que somos responsables ante Dios de lo que hacemos; estamos ciertos que Dios vencerá la muerte en nosotros y nos llevará consigo para siempre.
Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse, dice Jesús. Vivamos, pues, con esa certeza, con esa esperanza y perseveremos en el amor a Dios y al prójimo. Digamos cada día la oración del salmo responsorial de hoy: Enséñanos, Señor, el camino de la vida, sáciame de gozo en tu presencia y de alegría perpetua junto a ti. Tengo siempre presente al Señor y con él a mi lado jamás tropezaré. Que así sea.