Acabamos de escuchar un pasaje evangélico importante para comprender la figura de Jesús y la naturaleza del discipulado. Un día que Jesús iba de camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? ¿Qué pide ese hombre? ¿Qué es la vida eterna que ese hombre quiere alcanzar? ¿Es algo tan deseable para nosotros hoy como al parecer era entonces para él? Cuando escuchamos hablar de “vida eterna” pensamos en la existencia después de la muerte. Pero no es tan difícil encontrar hoy quien pregunte: pero ¿hay vida después de la muerte? Quizá a nosotros mismos, los creyentes, nos ha entrado alguna vez la duda. ¿No debemos preocuparnos más bien de lograr el bienestar en esta vida que ya tenemos en vez de preocuparnos por otra vida que ni sabemos si se da?
Por otra parte, todos vamos en la búsqueda de la felicidad. ¿Qué conexión hay entre esa vida eterna que el hombre quiere alcanzar y los deseos y esperanzas que bullen en el corazón humano hoy? Me atrevería a decir que todos deseamos que nuestra vida valga las penas y trabajos que cuesta vivirla; queremos poder decir al final de nuestras vidas: valió la pena el esfuerzo. Estoy contento con lo que he realizado conmigo mismo. Sin embargo, hay dos sombras que amenazan: la muerte y las malas decisiones. La muerte socava el sentido de todo esfuerzo por lograr una vida con sentido, pues al final todo parece desvanecerse en nada. Y las malas decisiones son un lastre, una rémora en la propia vida. ¿Cómo se endereza el curso de la vida que se torció? ¿Cómo se orienta hacia un fin de plenitud el curso de una vida marcada por fracasos, equivocaciones y maldad? Cuando el hombre del camino pregunta a Jesús acerca de lo que debe hacer para alcanzar la vida eterna, pregunta acerca de lo que debe hacer para que su vida alcance la plenitud y la felicidad a la que aspira el corazón humano. El que pregunta es un judío, que ya sabe que eso solo se puede lograr junto a Dios. Por eso llama a Jesús maestro bueno y Jesús le corrige para explicarle que bueno es solo Dios, el Padre Dios.
Jesús comienza por indicarle al joven, que el logro de una vida plena y feliz pasa por la obediencia a los mandamientos. Es decir, para lograr una vida con sentido ya desde ahora, para construir la propia vida en vez de destruirla con nuestra propia conducta, debemos atenernos a los mandamientos que nos indican qué acciones nos destruyen como personas a la vez que destruyen nuestras familias y nuestra comunidad. No se logra la vida eterna a través de la destrucción, sino de la construcción de la vida en el bien y la verdad. Los mandamientos tienen la función de educar nuestra libertad para que decidamos y actuemos siempre de forma constructiva. El hombre, que es un judío bueno, responde: Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy joven. El hombre se parece mucho a san Pablo, que al reflexionar sobre su vida dice de sí mismo que fue un judío irreprochable: Fui circuncidado a los ocho días de nacer, soy del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo por los cuatro costados, fariseo en cuanto al modo de entender la ley, ardiente perseguidor de la Iglesia e irreprochable en lo que se refiere al cumplimiento de la ley (Flp 3,5-6). Pablo dirá, sin embargo, que todos esos logros no acababan de llenarle su corazón; había un vacío interior. Pero lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Es más, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, y todo lo tengo por estiércol, con tal de ganar a Cristo y vivir unido a él con una salvación que no procede de la ley, sino de la fe en Cristo, una salvación que viene de Dios a través de la fe. De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su resurrección y compartiré sus padecimientos y moriré su muerte, a ver si alcanzo así la resurrección de entre los muertos (Flp 3, 7-11). Esa es la vida eterna que buscaba el hombre que le salió a Jesús en el camino.
Jesús invita por eso al joven a dar el paso y pasar del judaísmo cumplidor de la ley al discipulado que pone la fe en Jesús. Le dice Jesús que haga lo que Pablo dice haber hecho: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme. ¿De qué se trata? Si el orgullo judío del que Pablo alardeaba consistía en ser cumplidor de la ley; el mundo y la cultura moderna le plantean al joven de hoy otra meta y objetivo. Le dicen que la verdadera felicidad consiste en lograr prestigio profesional, en ser respetado ante la sociedad, en tener un nombre reconocido, en tener medios suficientes para vivir; la meta es lograr el éxito a los ojos del mundo con el propio esfuerzo. Pero ¿llenan esos objetivos la vida de sentido? ¿No queda siempre un vacío interior y el deseo de algo más? Y todos esos logros ¿no se vuelven inconsistentes ante la amenaza de la muerte? La propuesta de Jesús al joven que le salió al camino sigue siendo válida. Deja de construir tu vida a base de logros humanos y constrúyela a partir de tu fe en mí. Vende todo, es decir, renuncia a poner como meta de tu vida tus propios logros y pon la meta de tu vida en la confianza en Dios: Sígueme.
Sabemos que, a diferencia de Pablo, este joven no quiso dar el paso de seguir a Jesús. No se arriesgó a abandonar el proyecto de su propia seguridad construida en base a la confianza en sus propias obras, para asumir un estilo de vida en que la confianza está puesta en Dios, en el seguimiento de Jesús. El lamento de Jesús, ¡qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios! no se refiere solo a los apegados al dinero. También Pablo, al renunciar a lo que constituía su orgullo judío de ser cumplidor de la ley renunció a la riqueza que consiste en querer dar sentido a la propia vida desde los logros humanos en vez de recibir el sentido de la vida desde el seguimiento de Jesús y la llamada de Dios. Por eso a la pregunta asombrada de los discípulos entonces, ¿quién puede salvarse?, Jesús responde: es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible. La vida eterna, la vida plena, la felicidad nos vienen de Dios. De Él recibimos también el perdón de los pecados y la victoria sobre la muerte para que la vida que construimos aquí en la tierra con su ayuda y su gracia se conserve para siempre en su amor eterno.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán