El pasaje del evangelio que hemos escuchado hoy comienza con la petición de los apóstoles a Jesús: Auméntanos la fe. En cambio, la primera lectura termina con una declaración del profeta: El justo vivirá por su fe. La segunda lectura no habla explícitamente de la fe, pero tiene palabras que se refieren a la fe: No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo. Conforma tu predicación a la sólida doctrina que recibiste de mí acerca de la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Parece pues que las lecturas de hoy nos orientan a que hablemos de la fe.
La palabra “fe” tiene muchos significados. Algunos no tienen que ver nada con la religión, como cuando un enfermo dice que tiene fe en su médico, es decir, que confía en sus conocimientos para darle salud; o como cuando un notario da fe pública de que un documento es auténtico, es decir, declara con su autoridad moral la autenticidad del documento. A veces se utiliza la expresión “fe ciega”. Alguien tiene “fe ciega” cuando da por cierta una afirmación sin tener evidencia ni indicio de que sea verosímil.
La fe cristiana es otra cosa. El Catecismo de la Iglesia católica define la fe como el acto por el cual el hombre asiente, acepta, confía en Dios que antes se le revela y se le manifiesta libre y gratuitamente en las obras que ha realizado para nuestra salvación. En efecto, desde la creación del mundo hasta la resurrección de Jesucristo y la todavía esperada segunda venida de Cristo, Dios se revela, se da a conocer en sus obras. Esas obras han quedado narradas, interpretadas y explicadas en los libros sagrados. Para los cristianos, la Biblia es el conjunto de libros que da testimonio de lo que Dios ha hecho a favor de la humanidad. Jesús entregó a la Iglesia los libros judíos del Antiguo Testamento como testimonio de sí mismo, y en la primera y segunda generación de cristianos se redactaron los libros del Nuevo Testamento que narran y explican lo que Dios hizo a nuestro favor por medio de Jesucristo.
En la comprensión católica de la fe, la Iglesia recibe, explica y enseña el contenido de la Biblia o Sagradas Escrituras. Esas explicaciones han ido creando a lo largo de los siglos la Tradición doctrinal, por la cual ciertos pasajes de la Biblia adquieren un significado normativo. Por ejemplo, es doctrina católica adquirida que la expresión “Hijo de Dios” cuando se refiere a Jesucristo significa que él es tan Dios como el Padre y el Espíritu Santo. Nadie que se diga católico puede interpretar esa frase de otra manera. Otro ejemplo en el campo de la moral, que tiene que ver con la creación. Hoy se discute mucho, incluso por gente de Iglesia, cuál es la calificación moral de los actos homosexuales: si antes eran pecado y ahora son virtud, o no son ni buenos ni malos. La Biblia claramente dice que la práctica ―subrayo, la práctica― de la homosexualidad no es conforme al designio de Dios que creo al hombre y la mujer, diferenciados por su sexualidad. La sexualidad masculina y femenina se complementan y tiene la función primaria de engendrar nueva vida. Por lo tanto el ejercicio de la sexualidad debe ajustarse a esa identidad natural. Eso es lo que se deduce de la Biblia. Esa ha sido la comprensión de la Iglesia. Decir lo contrario, es abandonar la comprensión que Dios y la Biblia tienen de la sexualidad humana; es abandonar la fe de la Iglesia en la creación y en la estructura inteligible que Dios le ha dado.
Quienes aceptan la historia de lo que Dios ha hecho y de lo que Dios ordena y deciden entender su propia vida y existencia a la luz de ese relato y esos mandamientos, esas personas hacen la opción de creer y ponen su fe en Dios y en su enviado histórico Jesucristo. Estrictamente hablando no ponemos nuestra fe en la Biblia, sino en Dios, cuyas obras están narradas y cuyas enseñanzas están contenidas en la Biblia. Pero creemos en la veracidad del testimonio bíblico porque consideramos que esos libros, escritos por hombres, fueron redactados bajo el influjo del Espíritu de Dios en ellos. Los llamamos “libros inspirados” por Dios. Los cristianos hemos heredado esa convicción del judaísmo y la hemos extendido a los libros del Nuevo Testamento.
La fe católica no es ciega ni se da al margen de la razón. Los teólogos católicos se plantean preguntas como ¿qué indicios razonables hay para pensar que Dios tenga una existencia real además de la existencia literaria que tiene en la Biblia? ¿Qué fundamentación histórica hay para afirmar que Jesús fue un personaje real? ¿Qué significa y qué verosimilitud tiene la afirmación de que resucitó de entre los muertos como dicen los evangelios? Los mandamientos morales que Dios enseña, ¿se pueden justificar también con la razón? ¿Qué credibilidad tiene la Iglesia que nos transmite la Biblia y nos da su explicación? ¿Fundó Jesucristo una sola Iglesia necesaria para la salvación o la Iglesia es un fenómeno social secundario, accesorio y plural? Normalmente el creyente no se hace esas preguntas, sino que confía en lo que la Iglesia le enseña y lo cree. Pero en la Iglesia hay teólogos que se hacen esas preguntas y sus reflexiones nos dan confianza para creer. La respuesta razonable a esas preguntas ofrece el fundamento para realizar el asentimiento de la fe que es un acto libre de la voluntad, sostenido por la gracia de Dios. Por el acto de fe creemos en Dios, en lo que él ha revelado de sí mismo a través de sus obras y esa fe da sentido a nuestras vidas, abre el horizonte de la eternidad y nos conduce a la salvación. Esto es lo que significa la frase del profeta que el justo vivirá por su fe.
Los apóstoles del Señor le pedían que les aumentara la fe. Jesús no lo considera tan importante porque dice que la fe del tamaño de un grano de mostaza serviría para mover montañas. Hay que entender que “mover montañas” significa alcanzar la salvación. Pero la fe aumenta en la medida en que conocemos las obras de Dios, conocemos el Evangelio e iluminamos nuestra vida con sus enseñanzas. Que el Señor nos fortalezca siempre en esa fe.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán