El pasaje evangélico que acabamos de escuchar lleva el nombre de “la mujer sorprendida en adulterio”. Parece que fue un pasaje “incómodo” en la antigüedad. En nuestras Biblias aparece al principio del capítulo 8 del evangelio según san Juan; pero algunos manuscritos más antiguos de ese evangelio lo omiten o lo reubican al final del evangelio de Juan o de Lucas. Esas omisiones y reubicaciones son un indicativo de que el texto resultaba molesto, difícil de entender. ¿Consideraba Jesús acaso que el pecado que la mujer había cometido no era tan grave? ¿Por qué le dice Jesús que no la condena, pero no le dice que Dios o él en su nombre la perdona? ¿Acaso pensaba que no había nada que perdonar en la acción de la mujer? Examinemos el pasaje con mayor detalle.
Jesús estaba en Jerusalén. Durante la noche se retiró al monte de los Olivos y al amanecer se dirigió al templo de Jerusalén donde se puso a enseñar a la gente. En eso estaba, cuando un grupo de escribas y fariseos le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio. El propósito era poner a Jesús en aprietos. El relato supone que esos escribas y fariseos saben que Jesús predica que Dios es misericordioso, y que prefiere perdonar al pecador arrepentido a tener que condenar al pecador recalcitrante. El adulterio es uno de los pecados gravísimos. En los primeros siglos de la era cristiana se consideraba tan grave como el asesinato o la apostasía. ¿Cómo aplicará Jesús la misericordia de Dios en este caso patente? Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres, ¿tú qué dices?
El evangelista explica que le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. ¿Acusarlo de qué? Seguramente ellos esperaban que Jesús declarase que la sentencia de Moisés no se aplicaba, que no debían lapidar a la mujer, y así podrían acusarlo de violar la ley de Moisés. Hay que explicar que la ley de Moisés tenía una peculiaridad que a nuestros ojos parece una injusticia y una muestra de machismo extremo. Solo la mujer casada podía ser acusada de adulterio cuando tenía relaciones íntimas con otro hombre que no fuera su marido. Por eso el hombre con quien la mujer estaba pecando no aparece en todo el relato. Él podría ser acusado de otro pecado, pero no de adulterio. El adulterio, más que un pecado sexual o contra la integridad familiar era un pecado de usurpación del derecho ajeno: el esposo era el único con derecho sobre la mujer. Con Jesús se dio una valoración diversa del adulterio: es un pecado contra la fidelidad mutua que se deben el marido y la mujer y por eso cualquiera de los dos, cuando es infiel, comete adulterio. Jesús se da tiempo para responder. Se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Su silencio exaspera a los que han traído a la mujer. Finalmente se endereza y plantea una pregunta que hace pensar a los que le habían traído a la mujer. Si ellos querían ponerlo a prueba para ver si incurría en el delito de desobedecer la ley de Moisés, Jesús les planteará la pregunta de conciencia por la que ellos mismos desistirán de aplicar la ley de Moisés. Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra.
Me admira la honestidad de aquellos acusadores. La pregunta les caló la conciencia y se dieron cuenta de que ellos también eran pecadores. Por eso, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer que estaba de pie, junto a él. En las películas y representaciones de esta escena, con frecuencia la mujer está humillada a los pies de Jesús. El evangelista dice más bien que estaba de pie, mientras Jesús estaba agachado escribiendo en el suelo. Jesús no critica la ley de Moisés, no declara que no es aplicable, simplemente hace conciencia de que para aplicarla con honestidad haría falta que quien la aplique esté libre de pecado. Jesús dice en efecto, que la justicia divina hay que dejarla en manos de Dios, pues todos somos pecadores. Existe una justicia humana, que está en manos de los hombres, y que cuando funciona bien, restituye el orden social; pero cuando funciona mal causa mayor impunidad e injustica que el desorden social causado por los delitos que deja impunes.
Cuando los hombres acusadores de la mujer se fueron, Jesús se enderezó y le preguntó a la mujer. Jesús levanta la cabeza hacia la mujer que está más alta que él. ¿Nadie te ha condenado? La mujer hace la constatación: Nadie, Señor. Jesús declara entonces: Tampoco yo te condeno. Atención a cómo entendemos esta frase de Jesús. No significa “no encuentro nada censurable en lo que has hecho”, pues enseguida añade: Vete y ya no vuelvas a pecar. Jesús sí reconoce que la mujer había hecho algo censurable. Las palabras de Jesús significan más bien: yo tampoco te aplico la pena de muerte. Pero Jesús se abstiene por una motivación especial. Si los que querían apedrear a la mujer se retiraron uno a uno, porque reconocieron que ellos también eran pecadores; Jesús se abstiene de aplicar la pena de muerte, porque quiere dar a la mujer la oportunidad de arrepentirse, convertirse y cambiar de vida. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva (cf Ez 18,23). Esto es parte esencial del evangelio de Jesús: él perdona la vida del pecador para darle oportunidad de convertirse, cambiar, y dar nuevo rumbo a su vida.
Jesús crea futuro para aquel cuyo pasado censurable había hipotecado su propio porvenir. San Pablo experimentó ese nuevo futuro de un modo especial. Él se enorgullecía de su identidad judía y de la observancia de las prácticas judías. Por defenderlas hasta cometió el pecado de perseguir a la Iglesia de Cristo. Pero todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo. Pablo renuncia a todo lo que era para él motivo de orgullo, para conocer a Cristo, para adherirse a él por la fe, para compartir sus padecimientos y llegar así a la resurrección. Pablo ha comprendido que no es él, con la observancia de preceptos y ritos quien se santifica a sí mismo. Es más bien Dios quien nos establece en la santidad por creer en Cristo y dejarnos perdonar por Él. No porque haya obtenido la justificación que proviene de la ley, es decir, no porque yo me haya hecho santo a mí mismo, sino que he obtenido la justificación que procede de la fe en Cristo Jesús, con la que Dios hace justos y santos a los que creen. Pablo, una vez establecido en la santidad por Dios, sin embargo, se esfuerza por alcanzar la meta de la salvación final compartiendo los sufrimientos y la muerte de Cristo. Ese debe ser también nuestro proyecto de vida.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán