Cuaresma IV

Hemos escuchado una vez más la extraordinaria parábola del “Padre bueno”.  Se podría llamar también: parábola del “Padre acogedor”, del “Padre misericordioso”.  Al escuchar la parábola, él es el personaje en el que nos debemos fijar.  Porque Jesús cuenta la parábola porque lo criticaban diciendo:  Este recibe a los pecadores y come con ellos.  Con la parábola Jesús quiere explicar que él actúa así, que recibe a los pecadores y come con ellos, porque así es como actúa Dios.  El padre de la parábola representa a Dios.  Ese padre recibe al hijo que se fue de la casa y malgastó la herencia en el despilfarro y los vicios y también censura al otro hijo que, como los fariseos que criticaban a Jesús, se enfadan porque su padre ha acogido al hijo extraviado.

Pero ¿qué es la misericordia?  ¿Acaso la misericordia significa que da lo mismo bien que mal? ¿Acaso para ser misericordioso hay que decir que los errores, las acciones inmorales, las acciones irresponsables no deben ser censuradas, y que hay que aceptar a quien las comete sin exigirle que se arrepienta de ellas, se corrija y cambie de vida?  ¿Es la misericordia la “vista gorda” que no ve el pecado del prójimo?  ¿Es la misericordia la condescendencia y la tolerancia hacia el mal, la irresponsabilidad y la negligencia?  ¿Es la misericordia igual que perdón sin conversión?

Hago todas estas preguntas, porque se escuchan expresiones y se ven acciones que pudieran dar a entender que la misericordia consiste en aceptar al pecador en su pecado; aceptar al irresponsable en su irresponsabilidad; aceptar al negligente en su negligencia, sin exigirle que cambie.  Eso significaría que la misericordia sería el equivalente a la impunidad.  Eso significaría que la misericordia sería un nombre bonito para la indiferencia moral.  Si la misericordia fuera impunidad e indiferencia moral y la misericordia es el principal atributo de Dios, entonces haríamos de Dios un mequetrefe, un espantapájaros, un bufón.  La misericordia no es eso.

En la parábola que Jesús cuenta, el padre, que representa a Dios, acoge con misericordia al hijo extraviado, despilfarrador y libertino, porque ese hijo ha reconocido que sus acciones estuvieron equivocadas, se arrepintió de ellas y volvió incluso dispuesto a reconocer que había perdido su dignidad de hijo, pues se acerca al padre para ser recibido como uno de tus trabajadores.  El padre parece que estuvo atisbando todos los días por la ventana, esperando que el hijo regresara, pues cuando de hecho el hijo volvió, enseguida lo vio y le salió al encuentro.  El padre no fue hasta el país lejano, donde el hijo derrochó su fortuna viviendo de una manera disoluta, para decirle allá que él, el padre, lo seguía amando a pesar de sus acciones y que no hacía falta que cambiara para tener seguridad de su amor.  No.  El hijo en su miseria y cuando tocó fondo se acordó de que su padre trataba bien a sus trabajadores, y con esa esperanza reconoció que había actuado mal, se arrepintió de lo que había hecho y decidió volver a casa del padre para ser recibido como un trabajador, no como un hijo.  Allá, en su casa, el padre se mostró misericordioso, le perdonó sus extravíos e hizo una fiesta para recibirlo.  Pero el hijo despilfarrador había dejado atrás sus irresponsabilidades y había cambiado.  El cambio de vida le permitió experimentar la misericordia de su padre.

Y algo parecido podemos decir de la conducta del padre de la parábola con el otro hijo.  Cuando ese hijo mayor, que representa a los fariseos que criticaban la misericordia de Jesús, se acerca a la casa y oye la música de la fiesta, ni siquiera se atreve a entrar a la casa a averiguar lo que pasa, sino que manda a llamar a un criado para que a la distancia de la casa le explique lo que ocurre.  Cuando se entera de que la fiesta se debe a la celebración por la vuelta de su hermano, que ha sido acogido por el padre, se resiste a entrar.  El padre de la parábola vuelve a salir y censura, critica, condena la actitud del hijo.  No le dice que está bien.  Si ese hijo creía que para estar bien con su padre debía ser irreprochable sin cometer jamás una desobediencia, se equivocaba.  El padre comprende que puede haber errores y pecados, pero debe haber también arrepentimiento.  Su actitud inmisericorde, su incapacidad para acoger al hermano arrepentido merece la censura del padre.  Jesús deja la parábola en suspenso.  Nunca sabremos si ese hermano mayor entró a la casa a compartir la alegría del regreso de su hermano, o se quedó a la intemperie, que le pareció más afín a su modo de ser, que ese clima de fiesta y alegría que había dentro de la casa por el regreso del hermano.

Así responde Jesús a los que lo critican.  Les dice, actúo así, recibo a los pecadores y como con ellos, no para decirles que está bien lo que hacen, sino para decirles que ya el perdón está dado de antemano por Dios, pero que para recibirlo deben convertirse.  Esa es el otro significado de la parábola.  A diferencia de lo que ocurre entre los humanos, que el ofensor primero debe humillarse y pedir perdón para ver si convence al ofendido de que lo perdone, con Dios las cosas ocurren al revés.  Es Dios el que primero nos ofrece el perdón, para ver si nos convence a nosotros de que nos arrepintamos, y así nos capacitemos para recibir el perdón ya dado de antemano.

San Pablo expresa este mensaje en un lenguaje más abstracto y conceptual y no de modo narrativo y visual como lo hace Jesús.  El que vive según Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado.  Ya todo es nuevo.  Esa es una de las dimensiones de la salvación:  lograr que el pasado personal, ese pasado en el que hay errores, equivocaciones, negligencias y hasta actos de maldad, deje de existir y seamos capaces de comenzar de nuevo una existencia con sentido y para la que valga la pena vivir.  Eso solo lo puede hacer Dios, que con su poder creador nos hace nuevos.  Dios renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres, y a nosotros, los apóstoles, nos confió el mensaje de la reconciliación.  En este tiempo de cuaresma, próxima ya la celebración de la pascua de Jesus, escuchemos la invitación que se nos hace:  Haz la prueba, y verás qué bueno es el Señor.  Confía en el Señor y saltarás de gusto, jamás te sentirás decepcionado.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán