Acabamos de escuchar tres lecturas y un salmo que son para nosotros Palabra de Dios, palabra humana en la que Dios nos habla, nos interpela, nos instruye, nos da esperanza. En la primera lectura hemos escuchado el espléndido relato de la manifestación de Dios a Moisés para enviarlo como salvador de su pueblo esclavizado. Este es uno de los pasajes cumbres del Antiguo Testamento porque Dios revela su nombre. A esa lectura hemos respondido con el salmo en el que hemos proclamado la misericordia y la bondad de Dios. Luego hemos escuchado un pasaje de la Primera carta a los corintios de san Pablo, en el que nos apremia y exhorta a permanecer fieles y firmes en la profesión de fe, no nos ocurra lo que pasó a los israelitas, que cruzaron el mar Rojo, pero no alcanzaron la tierra prometida. Finalmente, Jesús en el evangelio nos hace un apremiante llamado a la conversión. No hay que pensar que quien muere repentinamente a causa de una calamidad es más pecador que los que salen indemnes. Más bien debemos tomar nota de la fragilidad de la vida para volvernos al Señor y vivir rectamente en su presencia.
Pero vamos a ampliar esta enseñanza con un comentario un poco más profundo de cada una de estas lecturas. Comenzamos por el evangelio. Unas personas informan a Jesús acerca de una matanza horrenda de la que Pilato es responsable. Da la impresión de que se trata de algo que acaba de ocurrir, aunque no tenemos noticias fuera de este relato de ese incidente particular. Parece que el Procurador romano había mandado matar a unos galileos mientras ofrecían un sacrificio en el templo. Los que informaron a Jesús quizá querían provocar su indignación ante este atropello contra unos paisanos suyos. Quizá los que le trajeron la noticia a Jesús insinuaron que, a saber, qué falta habrían cometido esos pobres galileos para acabar su vida de ese modo tan trágico. Ni Jesús comienza a hablar contra Pilato y la injusticia de sus acciones; ni se pone a hacer especulaciones sobre los pecados que los asesinados tendrían en su conciencia para merecer esa muerte. Más bien obliga a sus oyentes a pensar en sus propios pecados: ¿Piensan ustedes que aquellos galileos, porque les sucedió esto, eran más pecadores que todos los demás galileos? Ciertamente que no; y si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante. Y para fortalecer su enseñanza Jesús mismo saca otro ejemplo de su recuerdo. Hacía poco, una torre se había desplomado en Jerusalén, y la estructura, al colapsar, había matado a 18 personas que estaban debajo. Jesús vuelve a plantear la misma pregunta: ¿Piensan acaso que esas personas eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? Ciertamente que no; y si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante.
La muerte repentina, inesperada, “antes de tiempo”, que puedan sufrir algunos no es signo de que ellos tengan un pecado o una culpa mayor que la que tienen los que mueren pacíficamente y en buena vejez en su cama. Pero esas muertes “antes de tiempo” que hemos visto, por ejemplo, durante la pandemia del Covid, debieron hacernos pensar en la vulnerabilidad, la fragilidad de la existencia humana, para que nos arrepintiéramos. Quien no muere “antes de tiempo” considere que Dios le da tiempo extra, para que se convierta.
Para ilustrar lo dicho, Jesús cuenta la parábola de la higuera estéril. Un hombre tenía una higuera en su campo y no le daba higos. Ordenó al hortelano que cuidaba el campo que cortara el árbol para que no ocupara espacio. Pero el hortelano dijo que no, que mejor la iba a cuidar un año más: voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono, para ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortaré. Así es Dios con nosotros. Nos da tiempo extra, para que, con la escucha de su palabra, con las exhortaciones a la conversión, con las cuaresmas vividas año tras año, nos sintamos motivados a crecer espiritualmente y dar los frutos de santidad que Dios espera. Si no, se nos acabará el plazo y nos veremos excluidos de la salvación.
Aquí engancha la enseñanza de la segunda lectura. No confiemos en que ya estamos bautizados, confirmados y comulgados. No nos confiemos de que ya aprendimos el catecismo y sabemos la doctrina, aunque esto es cada día más improbable entre los católicos, pues nuestra catequesis se ha empobrecido al extremo. Tomemos ejemplo de lo que ocurrió con los israelitas, dice san Pablo. Fueron multitudes las que atravesaron el mar Rojo, que se vieron protegidos por la nube de la presencia de Dios en el desierto, que se alimentaron del maná, el pan del cielo, que bebieron del agua milagrosa que salía de la roca y, sin embargo, no llegaron a la tierra prometida, no alcanzaron la salvación esperada. A pesar de haber participado en tantas maravillas, desagradaron a Dios y murieron en el desierto. Y esto sucedió como advertencia para nosotros. Estas cosas les sucedieron a nuestros antepasados como un ejemplo para nosotros que vivimos en los últimos tiempos. Así que perseveremos en el bien, para crecer en el amor de Dios, para ser cada día más santos. El que crea estar firme, tenga cuidado de no caer, porque somos frágiles e inconstantes.
Sobre todo, no le echemos a Dios la culpa de nuestra perdición. El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. Dios no quiere nuestra perdición ni está buscando nuestra condena. Él no es responsable de que por nuestras acciones nos alejemos de Él para que nuestra vida acabe lejos de Él. El Señor perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro y te colma de amor y de ternura. Respóndele con tu amor, con tu obediencia, con tu humildad.
Antiguamente, Dios vio la opresión de Israel en Egipto y se le apareció a Moisés para enviarlo como salvador, para que sacara a Israel de la esclavitud a la libertad. Le comunicó su nombre, su identidad más profunda: Dios es el que es, el que permanece, el que nos puede comunicar estabilidad y firmeza. En la plenitud de los tiempos, Dios se apiadó de nosotros, miró nuestro pecado y mortalidad, y envió a Jesucristo, para que nos anunciara el evangelio del perdón, de la gracia, de la misericordia y de la vida. Dejémonos sacar por Jesús del pecado y la muerte a la luz de la gracia y la vida eterna, dejémonos salvar por Jesús, escuchemos su palabra y enderecemos nuestra vida.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán