Cuaresma II

Abraham es el personaje que está al principio de la historia de nuestra salvación.  En la Biblia, la historia de la humanidad comienza con Adán.  Pero la historia de la salvación comienza con Abraham.  San Mateo comienza su evangelio con estas palabras:  Genealogía de Jesús, Mesías, hijo de David, hijo de Abraham.  Y a partir de Abraham desgrana la genealogía de Jesús como para decir que la historia que culmina en Jesús tiene en Abraham su inicio.  Por otra parte, san Pablo nos propone a Abraham como modelo de nuestra propia fe.  De modo que puede decir:  Abraham es el padre de todos nosotros, como dice la Escritura: ‘te he constituido padre de muchos pueblos’; y lo es ante Dios en quien creyó (Rm 4,16-17).  Por lo tanto, aunque este personaje vivió en siglos lejanísimos, lo que de él nos cuenta la Escritura sigue siendo enseñanza para nosotros.

La historia de Abraham en el libro del Génesis comienza con el pasaje que hoy nos ha servido de primera lectura.  Dios le manda salir de su tierra, de su país, de su familia, del lugar de sus ancestros.  Pero a la vez que le manda emprender un viaje, no le dice dónde está el lugar a donde debe ir.  Simplemente le dice que debe ir al lugar que Dios le mostrará.  Estas son las palabras con las que Dios le habla a Abraham:  Deja tu país, a tu parentela y la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré.  Los migrantes de nuestro país, cuando dejan su casa, a su familia y su pueblo saben a dónde van.  No saben qué encontrarán en el camino; no saben si llegarán a destino; no saben si el viaje tendrá éxito o terminará en muerte.  Pero saben a dónde quieren llegar:  no solo quieren llegar a Estados Unidos, sino a tal estado, a tal ciudad donde viven sus parientes.  Dejan atrás unos parientes para ir al encuentro de otros por un camino incierto.  Abraham solo sabe que va a la tierra que Dios le mostrará.  Los migrantes contratan a los coyotes para que los lleven a un destino concreto.  Dios es el “coyote” de Abraham en esta migración.  Aquí es el Coyote Dios quien invita a Abraham a fiarse de Él para una migración de la que solo Dios sabe dónde terminará.  Abraham inicia una migración, sostenido por la fe en Dios que lo guía.

Abraham no sabe a dónde va; pero Dios le promete un futuro:  Haré de ti un gran pueblo y te bendeciré.  Engrandeceré tu nombre y tú mismo serás una bendición.  Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan.  En ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra.  El migrante emprende su viaje porque espera tener mejor ingreso, mejorar la vida de su familia que se queda y al cabo de los años volver a su tierra pero con una base económica más sólida.  Abraham era ya rico y solvente cuando inició su migración.  Su motivación no era económica.  Dios lo invitaba a migrar para iniciar con él la historia de la bendición para toda la humanidad.  Con él comenzaría un pueblo grande y numeroso; pero sobre todo gracias a Abraham vendría la bendición para todos los pueblos de la tierra.  El viaje de Abraham tenía como meta Jesucristo, hijo de Abraham.  Jesús es aquel en quien todas las naciones encuentran plenitud de vida y bendición de Dios.

Esa migración de Abraham es la migración de todos nosotros los creyentes.  La nuestra es una migración espiritual.  A veces el camino que va del punto de partida al punto de llegada es largo y tortuoso.  Nuestra migración es la migración que va de la ignorancia de Dios al conocimiento de Dios; es la migración que va de una vida alejada de Dios a una vida en Dios; es la migración que va de la culpa del pecado a la alegría de la reconciliación; es la migración que va de las tinieblas de la muerte a la luz de la vida eterna.  Nuestro guía en ese viaje es Jesucristo.  Es la migración que nos conduce a la salvación que él nos ofrece.

El relato de la transfiguración de Jesús que leemos todos los años en este segundo domingo de cuaresma es la acreditación que Jesús nos da de que él es el guía adecuado para llevarnos de la muerte a la vida; del pecado al perdón; de la lejanía de Dios a la vida en Él.  Jesús sube con tres de sus discípulos a un monte y delante de ellos se transforma volviéndose luminoso y resplandeciente.  Jesús deja ver a través de su carne mortal la gloria de Dios.  Jesús se muestra en la gloria de la resurrección antes de morir en la cruz.  En el esplendor de Jesús aparecen dos personajes antiguos, Moisés y Elías.  Pero envueltos en ese resplandor quedan también los tres discípulos que habían subido con Jesús:  Pedro, Santiago y Juan.  Moisés y Elías conversan con Jesús, pero no logramos oír lo que dicen.  En cambio, sí logramos escuchar la petición de Pedro:  Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí!  Si quieres, haremos aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.  Quiere construir unas chozas para Jesús y los personajes del cielo como para retenernos y que la visión dure para siempre.  Ellos ya tienen cobijo suficiente, piensa él, si permanecen en el resplandor de la gloria de Dios.  Antes de obtener una respuesta, sobreviene otro acontecimiento:  cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía:  ‘Este es mi Hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias.  Escúchenlo’.  Los discípulos saben que es la voz de Dios, y en temor reverencial caen por tierra con el rostro cubierto. 

Y la visión pasa.  Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: ‘levántense y no teman’.  Jesús ya no está radiante; Moisés y Elías se han ido, la nube ha desaparecido y todo ha vuelto a la normalidad anterior.  Al bajar del monte Jesús les da instrucciones que sirven para entender el significado de lo que ha pasado:  No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.  Es como si Jesús dijera:  Mira Pedro, tú querías hacer tres chozas para que la experiencia durara y pudieras quedarte allá en la montaña.  Tu deseo es bueno.  Pero todavía no se realizará.  Pero un día lo alcanzarás.  Cuando yo resucite de entre los muertos, tú podrás también participar otra vez en la gloria en la que ahora viviste de manera fugaz.  Cuando yo resucite de entre los muertos, tú también podrás resucitar conmigo.  Pero para lograr esa meta tienes que hacer un camino.  Tienes que salir de la tierra de tu comodidad para caminar conmigo el camino de la pasión; debes caminar conmigo el camino de la fe y del amor.  Y entonces estarás en la presencia de Dios para siempre.  Haz el viaje de la fe para hacer la migración de la tierra al cielo, de la muerte a la vida, de la tiniebla a la luz.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán