El segundo domingo de cuaresma, todos los años, la Iglesia nos ofrece para nuestra meditación la lectura del relato de la transfiguración de Jesús. Las otras dos lecturas que acompañan el relato de la visión que tuvieron los tres apóstoles que subieron con Jesús a la montaña nos ayudan a comprender la enseñanza que debemos recibir hoy. Se trata del relato de la promesa que Dios le hace a Abraham acerca de su futuro y la exhortación que san Pablo hace a los filipenses para animarlos a la esperanza.
Comencemos por esta exhortación. San Pablo urge a los filipenses a que lo imiten a él y a los que viven según lo que él ha enseñado. Los filipenses están frente a una seducción. Se llaman cristianos, pero le dan gran importancia a la observancia de las reglas alimentarias judías y a la circuncisión de los varones. Por eso dice san Pablo que su dios es el vientre y que se enorgullecen de lo que deberían avergonzarse. Los cristianos que viven atenidos a esas observancias judías son enemigos de la cruz de Cristo, porque piensan que esas observancias son necesarias para su salvación, cuando en realidad Cristo, con su muerte y resurrección, abrió para nosotros las puertas del cielo. Solo piensan en cosas de la tierra, dice san Pablo. Pero ese último señalamiento también se puede aplicar a nuestros contemporáneos, cuando viven como si no hubiera Dios, prescinden de Dios en sus planteamientos de vida, y viven solo preocupados con los éxitos profesionales y económicos, con la salud del cuerpo, las buenas relaciones sociales y el bienestar familiar. Solo piensan en cosas de la tierra, circunscriben su vida a preocupaciones de este mundo.
Pero los cristianos debemos plantearnos la vida de otro modo, si queremos ser auténticos. Por eso continúa san Pablo: Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos que venga nuestro salvador, Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo. Los cristianos nos caracterizamos por plantearnos la vida de este mundo en función de la vida futura que no pertenece a este tiempo y a este mundo. Los cristianos nos caracterizamos por organizar nuestra vida en función de la meta a la que esperamos llegar que es la vida con Dios y en Dios desde ahora y para siempre después de la muerte. Los cristianos, si de verdad somos tales, tenemos nuestra principal seña de identidad en que asumimos esta vida temporal en función de la eterna. Habrá quien diga que no es así, que la señal identitaria de los cristianos es la caridad y el servicio al prójimo. Jesús dijo: Por el amor que se tengan los unos a los otros reconocerán todos que son discípulos míos (Jn 13,35). Pero la motivación poner en práctica el amor mutuo nace de la esperanza de alcanzar la vida eterna, la vida futura. De igual manera, la motivación que tenemos los cristianos para vivir rectamente y de manera ética, cumpliendo los mandamientos morales que Dios nos ha dado, se funda en la esperanza de que de ese modo alcanzaremos la vida con Dios.
Conviene entonces que nos preguntemos: ¿qué lugar ocupa en nuestro planteamiento de vida la esperanza del cielo, de la vida eterna? ¿Somos acaso de los que piensan que todo el mundo irá al cielo, porque Dios es bueno y misericordioso, y que le da igual que aquí seamos veraces o mentirosos, ladrones o trabajadores, egoístas o generosos, violentos o conciliadores? ¿Qué lugar, qué tiempo, le damos a Dios en nuestra vida? Y esta pregunta habría que hacérsela a quienes no vienen a la iglesia ni practican ninguna religión ni cultivan la fe y la espiritualidad; no a ustedes que me están escuchando y que sí vienen, pues es evidentemente que quieren dedicarle un tiempo a Dios el domingo.
Es en la clave de esa esperanza que entendemos por qué leemos hoy el relato de la transfiguración. En este segundo domingo de cuaresma el evangelio pone ante nosotros la imagen de Jesús lleno de gloria y de luz. Es un Jesús transfigurado, resucitado. Su aspecto mundano se ha transformado en aspecto glorioso. Es una visión de su gloria futura. Pero Moisés y Elías aparecen hablando con él de la muerte que le esperaba en Jerusalén. Es una visión de la gloria que asume, prepara e ilumina el drama de la tierra. Pensar y experimentar el deseo del cielo no implica nunca el olvido de nuestra condición de personas que vivimos en el tiempo y la historia. Solo desde una perspectiva no cristiana se puede plantear una espiritualidad que sea evasión de esta realidad. En la perspectiva cristiana, la visión del cielo es motivación para asumir las responsabilidades de la tierra. Pedro quiere perpetuar la experiencia y propone construir tres chozas, no para él y sus compañeros, sino para Jesús, Moisés y Elías, como para que no estén a la intemperie. Una nube los cubre y escuchan una voz venida del cielo, la voz de Dios: Este es mi Hijo, mi escogido, escúchenlo. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Porque solo él es el camino y la verdad que nos lleva a la vida del cielo, a la resurrección final.
La primera lectura nos muestra cómo desde antiguo, Dios ha preparado el futuro de plenitud para los suyos. En la historia de Abraham que hemos escuchado, todo se mueve en el horizonte de lo temporal. Allí todavía no hay apertura a una realidad más allá de este mundo. Pero incluso el futuro mundano que Abraham anhela supera sus posibilidades de alcanzarlo. Dios debe intervenir para que sea posible. Y lo hace por medio de una promesa, de una alianza unilateral. Dios le promete a Abraham que tendrá una descendencia numerosísima a pesar de que no tiene actualmente ningún hijo y que ellos poseerán como propia la tierra en la que Abraham habita como forastero. Es un futuro que Abraham no puede ver todavía. Abram creyó lo que el Señor le decía y, por esa fe, el Señor lo tuvo por justo. San Pablo, al comentar este pasaje, dice que esa fe hizo de Abraham el padre de todos los creyentes, pues al creer que Dios podía crear ese futuro que se realizaría más allá del tiempo de su vida, Abraham creyó en el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen (Rm 4,17). Renovemos nosotros también nuestra fe en la vida eterna. Pongamos fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe, el cual, animado por la alegría que le esperaba, soportó sin acobardarse la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios (Hb 12,2). Así alcanzaremos nosotros también la vida eterna con él, y quedaremos transfigurados.
+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán