Asunción de María

La solemnidad de la asunción de la Virgen María al cielo es una festividad que nos habla del futuro que nos espera.  Esta es una conmemoración que surge de la fe en la resurrección de Cristo y de la promesa de la resurrección de los muertos en él.  Este es un acontecimiento en que se expresa la esperanza cristiana de que la Iglesia de Cristo gozará con él de la gloria para siempre.  María representa y anticipa en su persona lo que creemos de la Iglesia en su conjunto y declaramos en el credo: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén”.  La segunda lectura de hoy es uno de los fundamentos bíblicos de esa esperanza.  Así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida.  Si por llevar la huella y el sello de Adán en nuestro ser, debemos morir; quienes llevamos el sello y la imagen de Cristo por la fe y los sacramentos, esperamos compartir con él la vida para siempre.  Pero cada uno en su orden: primero Cristo, como primicia.  Y esto ya ocurrió, al tercer día después de su muerte en la cruz.  Después, a la hora de su advenimiento, los que son de Cristo.  Y esto es todavía una esperanza para el futuro, que hoy celebramos realizada de manera anticipada en la Virgen María.  Esa es nuestra esperanza por la que confiamos alcanzar la plenitud de nuestra vida en Dios, en cuerpo y alma.  Hoy proclamamos nuestra fe en la resurrección de los muertos.

En esta solemnidad la Iglesia nos propone el relato evangélico de la visita de María a Isabel.  En este pasaje, Isabel alaba a María por la dignidad que ha recibido de ser la madre de nuestro Señor.  Pero María a su vez responde que toda su grandeza se debe a Dios, no a ella.  Ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre.  Las locuciones de estas dos mujeres se han convertido en oración de la Iglesia.

El saludo de Isabel a María es parte del avemaría.  ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!  Esta bienaventuranza es una palabra de reconocimiento del privilegio de la Virgen María de haber sido elegida entre todas las mujeres de la tierra para ser la madre del hijo de Dios hecho hombre.  María es la mujer elegida por Dios para ser el medio a través del cual su Hijo adquirió existencia humana.  El que ya existía como Dios en Dios comenzó a existir como hombre naciendo de María Virgen.  ¿Quién merece semejante elección?  Merecerla, nadie.  Y María es la primera que lo reconoce.  Puso sus ojos en la humildad de su esclava.  Todo fue gracia, elección, iniciativa divina. 

Isabel continúa con otras dos frases que no quedaron recogidas en ninguna plegaria.  ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?  Isabel se admira no tanto de que la visite el Señor, sino de que la visite la madre de mi Señor.  La frase es ya un reconocimiento de la dignidad de María por ser la elegida para Madre de Dios.  Y añade la tercera alabanza:  Dichosa tú que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor.  Isabel destaca la fe de María: la fe con la que acogió la propuesta de Dios a través del ángel Gabriel; la fe con la que se entregó a que se cumpliera en ella el designio de Dios; la fe con la que se reconoció como la humilde esclava del Señor.

A estas alabanzas responde la Virgen María con su cántico, que se inspira en los cánticos de acción de gracias que encontramos en el Antiguo Testamento.  Es un cántico en que María reconoce que todo lo que ella es y todo lo que ella hace se debe a la acción de Dios en ella.  Ella ha dejado a Dios actuar en ella.  Y el Señor ha hecho en ella maravillas inimaginables.  Por eso sus primeras palabras son de reconocimiento y de glorificación a Dios:  Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador.  María corrige las alabanzas que acaba de escuchar de boca de Isabel, para aclarar que no son mérito propio.  Las alabanzas se deben dirigir a la grandeza del Dios que ha actuado en ella, que se ha fijado en ella, porque era humilde, aunque era humilde.

Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones.  Es admirable cómo María anticipa aquí la estima y devoción que le tributamos los cristianos de todos los tiempos.  Y hace esta declaración sin orgullo ni altanería, porque enseguida reconoce que la veneración que le tributamos se dirige a la obra de Dios en ella.  Porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede.  Santo es su nombre y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen.  Todo se debe a Dios.  María además declara que esa misericordia que Dios ha desplegado a su favor, también la despliega a favor de quienes confían en él, lo reconocen como Dios, lo respetan, lo adoran, es decir, lo temen.  Porque “temer a Dios” significa respetarlo, adorarlo y reconocerlo como nuestro creador y salvador.

Dios ha hecho sentir el poder de su brazo.  María se refiere aquí a otra faceta de la obra de Dios.  Su poder salvador y su misericordia se manifiestan a favor de aquellos que no presumen de sí mismos, que se reconocen que no se pueden salvar a sí mismos, que necesitan de Dios.  Exaltó a los humildes y a los hambrientos los colmó de bienes.  En cambio, con los que piensan que Dios sobra, que se creen autosuficientes, que se bastan a sí mismos, Dios actúa ejerciendo su juicio:  Dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados, a los ricos los despidió sin nada.  Son palabras muy severas y que manifiestan la ira y el juicio de Dios, que también existe.

Finalmente, María reconoce que lo que Dios ha hecho en ella, que la venida del Cristo al mundo como salvador de la humanidad es el cumplimiento de las promesas de salvación que Dios pronunció desde antiguo.  Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a Abraham y a su descendencia para siempre.  Las palabras no lo dicen claramente, pero se refieren al cumplimiento en Cristo de las promesas que vienen desde antiguo.  Israel vivió pendiente de las promesas de Dios de la salvación futura.  Al enviar a su Hijo al mundo, Dios cumplió las promesas de su misericordia y vino en ayuda no solo de Israel, sino del mundo entero.  Nosotros celebramos hoy la promesa de Dios, de que resucitaremos cuando el Señor Jesucristo vuelva, para vivir con Dios para siempre.  Esa es la promesa que celebramos en esta solemnidad.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán