Adviento III

En la Biblia encontramos todas juntas y a la vez las palabras que Dios ha pronunciado a lo largo de siglos.  Encontramos juntas palabras de amenaza y castigo con palabras de consuelo y anuncios de prosperidad; encontramos juntas palabras de motivación a la acción y a la obra humana y palabras según las cuales todo es gracia y favor de parte de Dios; encontramos juntas palabras en las que Dios despliega su ira y palabras en las que manifiesta su misericordia y su amor.  Encontramos juntas palabras que anuncian grandes calamidades que sobrevienen al pueblo pecador y palabras que anuncian un futuro de plenitud de vida, de luz y de salvación que desborda toda imaginación humana.  Y es que, según los tiempos y las circunstancias, Dios a veces hiere y a continuación sana; trae el sufrimiento y luego consuela; anuncia la destrucción y luego crea un mundo nuevo.  Cuando Dios aprieta llama a la conversión; cuando Dios bendice otorga su salvación.  Porque en Dios su ira es corta; su misericordia, larga.  El adviento, es decir, estas semanas de preparación para la celebración de la Navidad, es tiempo de meditar sobre las promesas que Dios nos hace de un futuro de plenitud y alegría, de gozo y salvación.  Porque en Dios prevalece siempre su deseo de salvación.  Si en alguna ocasión nos hace sentir la adversidad es para que recapacitemos y nos volvamos a Él con mayor empeño o para que purifiquemos nuestra fe y nuestra confianza en Él.

Aunque el sufrimiento es parte de la vida, Dios no nos ha hecho para el sufrimiento, sino para la plenitud y la alegría; aunque la enfermedad es parte de la existencia de cada día, Dios no nos ha hecho para la enfermedad, sino para la salud; aunque la muerte es el término de nuestra vida temporal, Dios no nos ha hecho para la muerte, sino para la vida eterna.  En este tiempo de adviento, la Iglesia nos instruye para que centremos nuestra atención en esas palabras de Dios que nos hablan de esperanza y salvación, de plenitud y de alegría.  En adviento deseamos a Dios; en adviento esperamos a Dios; en adviento nos preparamos para recibir a Dios y su salvación en la conmemoración del nacimiento de Jesucristo.  En adviento nos preparamos para encontrar a Dios y unirnos a Él como la meta y la plenitud que nos espera al final de la historia personal y la universal.

El profeta Isaías habla de ese futuro inimaginable con dos imágenes: la del desierto que florece como si fuera un jardín espléndido y la de las personas minusválidas que encontrarán la restauración de la salud.  Son imágenes físicas que nos hablan de realidades del espíritu:  Regocíjate yermo sediente.  Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que florezca como un campo de lirios, que se alegre y dé gritos de júbilo.  Y luego la otra imagen:  Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán.  Saltará como un ciervo el cojo, y la lengua del mudo cantará.  Y el profeta concluye prediciendo a los israelitas dispersos en el exilio la vuelta a su patria y su hogar:  Volverán a casa los rescatados por el Señor, vendrán a Sion con cánticos de júbilo, coronados de perpetua alegría; serán su escolta el gozo y la dicha, porque la pena y la aflicción habrán terminado.

Este modo de hablar, estas imágenes de plenitud y sobre todo las promesas de la vuelta a casa después del exilio, originalmente se referían a los judíos en Babilonia que regresarían a su hogar en Palestina.  Ahora nosotros las entendemos en un sentido más profundo:  Dios nos lleva de este valle de lágrimas a su mansión celestial.  El Señor nos rescatará del pecado de este mundo y de la muerte y nos llevará a la Jerusalén de arriba entre cantos de júbilo y de gozo.  La pena y la aflicción un día quedarán atrás y todo será perpetua alegría.  Esta no es una invitación a la resignación y la parálisis.  La caridad nos impulsa a aliviar y remediar los males y sufrimientos propios y ajenos que podamos aliviar y remediar.  Actuando así nos hacemos idóneos para alcanzar el cielo. 

Cuando Juan el Bautista mandó a sus discípulos a donde estaba Jesús para preguntarle si él era el Mesías que debía venir o habría que esperar a otro, Jesús dio como respuesta los milagros que hacía:  Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo:  los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio.  Dichoso aquel que no se sienta defraudado por mí.  Juan el Bautista había reconocido a Jesús como el enviado de Dios cuando lo bautizó y lo mostró a algunos de sus propios discípulos para que lo siguieran.  Pero cuando estuvo prisionero quizá le entraron algunas dudas pues Jesús no se comportaba como Juan se lo había imaginado.  Por eso envió a algunos de los suyos a hacerle la pregunta a Jesús sobre su identidad.  Pero lo que hizo Jesús fue mostrar con sus milagros que esos portentos que Isaías había anunciado como signos de la salvación de Dios se estaban realizando por medio de él, de Jesús.  En Jesús comienza a realizarse el futuro de salvación que Dios prometió a la humanidad.  No hay otro que nos conduzca a Dios más que Jesús; no hay otro a través de quien nos venga la salvación de Dios, si no es Jesús.

Crezcamos, pues, en el deseo de Dios; perseveremos en este tiempo de lleno de contrariedades y adversidades en la espera de la salvación de Dios.  Hoy nos decía el apóstol Santiago:  Tomen como ejemplo de paciencia en el sufrimiento a los profetas, los cuales hablaron en nombre del Señor.  Ellos anunciaron una salvación futura a sabiendas que esa salvación no se iba a realizar en su tiempo de vida, sino más adelante.  Sean pacientes hasta la venida del Señor, nos exhorta el apóstol Santiago.  Seamos como el labrador que siembra y espera la alegría de la cosecha que todavía no ve.  Aguarden también ustedes con paciencia y mantengan firme el ánimo, porque la venida del Señor está cerca.  Celebraremos en Navidad su venida en humildad cuando nació de la Virgen María.  Pero Jesús viene también a nosotros espiritualmente a través de su Palabra que nos instruye, en su perdón que nos reconcilia con Dios y los hermanos, en la santa Eucaristía que nos hace un solo cuerpo con él.  Preparémonos para recibirlo ahora espiritualmente y así estaremos siempre listos para recibirlo corporalmente cuando venga en la plenitud de su gloria.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán