Adviento II

La imagen dominante del adviento es la del Señor Jesús que viene a nosotros en su gloria.  De hecho, este tiempo tiene el propósito de ayudarnos a desarrollar en nosotros la espiritualidad que deriva de esa esperanza.  Es parte integral de nuestra fe.  En el credo decimos cada domingo:  Jesucristo “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin.  Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén”.  El nombre de este tiempo litúrgico, adviento, se refiere a esa futura venida.  Pero estos no son anuncios de un acontecimiento futuro, ajeno por completo a nuestro presente.  Estas declaraciones de fe acerca del futuro afectan y condicionan el modo como vivimos en el presente.  La promesa del juicio final despierta en nosotros la conciencia de que somos responsables ante Dios de nuestros actos, desde ahora.  Debemos dar cuentas a Dios de nuestra conducta todos los días; y por eso cuando reconocemos que no hemos vivido de acuerdo con su voluntad, Dios nos invita al arrepentimiento y acudimos al sacramento de la confesión.  La rendición de cuentas a Dios ocurrirá no solo al final; es una sana práctica espiritual hacerlo todos los días, presentarnos ante Él y revisar el tenor de nuestra conducta ese día.  Y si decimos que esperamos la resurrección de los muertos, eso significa que, aunque sabemos que la muerte es el final cierto de nuestra vida, no la miramos con terror, no la escondemos con vergüenza, no la toleramos como un fracaso fatídico.  Al contrario, sabemos que, unidos a Cristo, así como él venció su muerte con su resurrección, él también vencerá nuestra muerte asumiéndola en su propia resurrección.  Por eso nos acercamos a la muerte con la seguridad de que no es el final, sino el paso a la plenitud en Dios.  Velamos a nuestros difuntos públicamente y los enterramos acompañados de parientes y amigos, no a escondidas, porque sabemos que la vida de cada uno no fue un esfuerzo inútil, sino que el difunto creyente, que murió en paz con Dios y con su prójimo, ha sido recogido por Dios en su amor eterno y que por eso la vida vale los esfuerzos y penas que cuesta vivirla.  La fe en la resurrección de los muertos y en el juicio final nos da la referencia para enfrentar la muerte y las fragilidades de nuestra libertad.

No solo eso.  A la fe en Jesús que viene corresponde el deseo del cristiano de que venga.  Nuestro clamor ¡ven, Señor Jesús! es también parte de la espiritualidad del adviento.  No solo Jesús viene a nosotros; nosotros también tendemos y salimos hacia él.  Salimos hacia él con el deseo, lo esperamos con la lámpara encendida del amor a Dios y al prójimo, nos preparamos para recibirlo empeñándonos en el bien.  San Pablo da esta recomendación a los filipenses y también a nosotros:  Que el amor de ustedes siga creciendo más y más y se traduzca en un mayor conocimiento y sensibilidad espiritual.  Así podrán ustedes escoger siempre lo mejor y llegarán limpios e irreprochables al día de la venida de Cristo, llenos de los frutos de la justicia, que nos viene de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios.  Crecemos espiritualmente cuando conocemos y nos identificamos cada vez mejor con Cristo, y cuando nuestra identificación con Cristo se traduce en obras que expresan la misericordia y la bondad de Dios.  Es Dios mismo el que nos ayuda en ese crecimiento espiritual con el don de su Espíritu.  Pablo anima a los filipenses y también a nosotros a que confiemos en esa ayuda de Dios:  Estoy convencido de que aquel que comenzó en ustedes esta obra, es decir la de nuestra santificación y salvación, la irá perfeccionando siempre hasta el día de la venida de Cristo Jesús. 

La oración es la mejor expresión del deseo de Dios.  Orar es ponernos ante Dios; orar es decirle a Dios que Él es nuestra referencia vital.  Si nuestra oración es de arrepentimiento y perdón es para reconocer que sabemos que él es nuestro Creador y que estamos en deuda con él por los dones que nos ha dado y las ofensas con que lo hemos ofendido, y que queremos disponernos para recibir su perdón.  Si nuestra oración es de súplica, es para decirle a Dios que, en nuestras múltiples necesidades temporales, de salud y alimento, trabajo y vivienda, Él es lo único que realmente deseamos, sólo Él nos basta, y que siempre recibiremos con gratitud sus dones.  Si nuestra oración es de alabanza, es para reconocer que Él ilumina nuestras vidas y es el Señor que llena nuestro corazón de alegría.  Si nuestra oración es de agradecimiento, es para reconocer que todo se lo debemos a él y que nuestra vida está en sus manos y así queremos que sea siempre.

Tanto Juan el Bautista como el profeta Baruc hablan de rellenar valles, de rebajar montañas, de enderezar caminos y de aplanar senderos.  Es un lenguaje figurado para decirnos que, ante la venida del Señor y nuestra salida hacia Él, debemos poner en orden nuestra vida personal y social.  El profeta Baruc lo dice de un modo hermoso:  Dios ha ordenado que se abajen todas las montañas y todas las colinas, que se rellenen todos los valles hasta aplanar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios.  Los bosques y los árboles fragantes le darán sombra por orden de Dios.  Porque el Señor guiará a Israel en medio de la alegría y a la luz de su gloria escoltándolo con su misericordia y su justicia.  Sí, Jesús viene, pero nos acompaña para salir a su encuentro.  Jesús llega, pero nos sostiene en nuestro camino hacia Él.  Jesús viene en gloria y majestad, pero desde ahora nos envuelve con su gracia y su favor. 

Que nuestra boca se llene de cánticos de agradecimiento y de júbilo.  Que nuestro corazón rebose de alegría y de esperanza.  Dios prepara para nosotros un futuro de plenitud.  Así lo dice el profeta Baruc: despójate de tus vestidos de luto y aflicción, y vístete para siempre con el esplendor de la gloria que Dios te da; envuélvete en el manto de la justicia de Dios y adorna tu cabeza con la diadema de la gloria del Eterno, porque Dios mostrará tu grandeza a cuantos viven bajo el cielo.  Dios te dará un nombre para siempre: “Paz en la justicia y gloria en la piedad”.  Vivamos la espiritualidad del adviento y dejemos que Dios llene nuestro espíritu de su presencia y de su alegría.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán