Adviento I

Llega otra vez el inicio del año litúrgico de la Iglesia.  Es el tiempo del adviento.  El nombre “adviento” procede del latín adventus.  La palabra se utilizaba en el lenguaje oficial para designar la visita del emperador o de un representante suyo.  Los cristianos adoptaron la palabra para designar la prometida visita de Nuestro Señor Jesucristo al final de los tiempos, cuando llevará a término nuestra salvación.  Y llamaron con ese nombre a este tiempo litúrgico previo a la Navidad.  Mientras nos preparamos para conmemorar la primera venida o visita del Hijo de Dios, cuando nació en Belén de la Virgen María, también nos ejercitamos en la preparación para su segunda venida, cuando nos visite en su gloria para completar la salvación que ya se ha iniciado en nosotros.  El adviento es pues un tiempo litúrgico que mira hacia el pasado con agradecimiento y mira hacia el futuro con esperanza y perseverancia.  Es un tiempo que se viste de morado, no tanto por el dolor de los pecados y la penitencia como en cuaresma, sino por el anhelo suplicante y el deseo ferviente con que tendemos hacia Jesucristo y hacia nuestro Dios.  Es un anhelo todavía no cumplido; es un deseo todavía no satisfecho.  Y es ese incumplimiento e insatisfacción el que se expresa en el color morado de este tiempo tan lleno de promesas y esperanzas.

Como primera lectura hoy hemos escuchado a Dios, quien a través del profeta Jeremías, declara que cumplirá la promesa que antiguamente ya había pronunciado:  yo haré nacer del tronco de David un vástago santo, que ejercerá la justicia y el derecho en la tierra.  Entonces Judá estará a salvo y Jerusalén estará segura y la llamarán ‘el Señor es nuestra justicia’.  Podemos decir que esta promesa se cumplió cuando el Hijo de Dios nació de la estirpe de David en Belén para nuestra salvación.  Esa fue su primera venida que celebraremos en la Navidad.  Pero en la segunda lectura, san Pablo pide a Dios que conserve sus corazones, es decir, los nuestros, irreprochables en la santidad ante Dios, nuestro Padre, hasta el día en que venga nuestro Señor Jesucristo, en compañía de todos sus santos.  Esta es la esperanza que anima el tiempo del adviento.  Esta es la que llamamos la segunda venida del Señor, cuando llegará en su gloria para completar la salvación que ya ha iniciado.  Por lo demás, esta es una venida que el mismo Jesús anunció como el acontecimiento que pondría fin a la historia y al mismo cosmos, cuando declaró que, en medio del colapso final del mundo y la historia humana, él vendría en su gloria:  Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad.

Ese acontecimiento no tiene fecha; Jesús mismo nos dijo que nadie sabía cuándo tendría lugar su venida.  Por lo tanto, es una temeridad y una ilusión hacer cálculos y proponer fechas para la segunda venida del Señor.  Pero entonces nos preguntamos, ¿en qué nos afecta hoy ese anuncio de su venida?  ¿Por qué dedicar un tiempo litúrgico de cuatro semanas para ejercitarnos en esa espera sin tiempo que puede ser algo muy distante todavía en el futuro?  ¿Qué significa realmente la segunda venida del Señor?

Esa promesa afecta nuestro presente más que nuestro futuro.  La esperanza en la segunda venida del Señor condiciona el modo como vivimos el presente.  El primer lugar, nosotros creemos que nuestro futuro es de plenitud, no de vacío, de fracaso, de incertidumbre.  El tiempo del mundo y el tiempo de cada uno de nosotros tiene la plenitud de Dios como término de su cumplimiento.  Nuestro tiempo no es un círculo que se repite sin fin, sino una flecha que apunta a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo.  Eso quiere decir también, que el futuro será un don, no una construcción nuestra.  El futuro que realmente cuenta es el que nos da Dios a través de Jesús.  Por eso vivimos en el tiempo con serenidad y esperanza.  Dios recogerá en el futuro de plenitud que nos regala todas las obras buenas que hayamos hecho durante nuestra vida.

En segundo lugar, la esperanza en la segunda venida del Señor nos permite comprender que nuestra salvación está iniciada, pero no está terminada.  Dios ha perdonado y continúa perdonando nuestros pecados; no hemos alcanzado todavía la santidad perfecta.  Pero tenemos la esperanza de alcanzarla.  Estamos sometidos a la muerte.  Pero nuestra fe en la resurrección de Cristo y en su próxima venida nos da la certeza de que si permanecemos unidos a Cristo por la fe y los sacramentos también Dios vencerá la muerte en nosotros.  La fe en la segunda venida del Señor nos alienta y nos motiva para no desfallecer o desesperar cuando vemos que todavía nuestra salvación está “a medias”.  Es así.  La plenitud está en el futuro.

En tercer lugar, la esperanza en la segunda venida del Señor es un perpetuo recordatorio de que somos moralmente responsables ante él.  Debemos actuar en el presente con responsabilidad pues deberemos dar cuenta ante él del modo como hemos gestionado nuestra vida.  Dios que nos dio la existencia, nos hizo libres para que nos construyéramos como personas y como sociedad.  Pero él nos pedirá cuentas de cómo hemos gestionado nuestra libertad.  Por eso la recomendación de Jesús:  Estén alerta, para que los vicios, con el libertinaje, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos.  Velen, pues, y hagan oración continuamente para que puedan comparecer seguros ante el Hijo del hombre.

En cuarto lugar, la esperanza en la segunda venida del Señor sostiene nuestra perseverancia en hacer el bien, nos da fortaleza para combatir el mal, nos da la fuerza para desear a Dios con vehemencia y oración.  La certeza de que Dios es nuestro futuro fundamenta nuestra espiritualidad.  Ser personas espirituales significa que somos personas que vivimos y construimos nuestra humanidad en referencia a Él.  Jesucristo y su Padre Dios nos dan su Espíritu para que nosotros tengamos en el corazón el deseo de Dios.  Por eso nos exhorta san Pablo hoy:  Les rogamos y los exhortamos en el nombre del Señor Jesús a que vivan como conviene, para agradar a Dios, a fin de que sigan ustedes progresando en santidad.  Esa es la espiritualidad del adviento.  Que Dios haga crecer en nosotros el deseo de Él y aliente así en nosotros una vida santa.

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán