Adviento I

Hoy inicia el nuevo año litúrgico de la Iglesia católica.  Todo inicio lleva implícito el fin.  Nadie comienza un trabajo sin saber qué quiere lograr; nadie inicia un proyecto sin saber qué pretende alcanzar; nadie inicia un emprendimiento sin tener un objetivo al que llegar.  El año litúrgico de la Iglesia conmemora los acontecimientos salvadores de Dios a nuestro favor.  Esos acontecimientos configuran nuestra fe.  Por eso es justo que comencemos celebrando y meditando la meta a la que nos conduce la fe.  Así, a lo largo del año litúrgico sabremos hacia dónde caminamos.  Comenzamos el año litúrgico lanzando la mirada hacia el futuro que Dios nos promete, hacia la felicidad que queremos alcanzar, hacia Dios mismo como horizonte y plenitud de nuestra existencia.

La fe cristiana tiene una componente ética y moral.  Jesucristo nos dejó unos mandamientos que deben regular nuestra libertad y nuestra conducta, si nos consideramos discípulos suyos.  Pero el cristianismo y la fe cristiana no son primariamente una escuela de ética y moral.  Hay muchos que valoran el cristianismo por su enseñanza moral, pero se quedan cortos.  Jesucristo no vino al mundo solo para ser maestro de moral, para enseñarnos que amar a Dios y al prójimo es el mandamiento principal que debe guiar nuestra conducta.  Sin duda parte de su enseñanza es de naturaleza ética.  Pero Jesucristo vino al mundo para morir en la cruz y que así obtuviéramos el perdón de nuestros pecados y para que, al resucitar, nos abriera la puerta de la vida eterna.  La misión y tarea de Cristo y de la Iglesia es ofrecernos la vida con Dios como meta y objetivo de nuestra vida.  La ley moral de Cristo está subordinada a ese objetivo.  Jesús nos abrió las puertas del cielo para que supiéramos cuál es nuestro destino y vocación, pero nos enseñó también a vivir bien para que pudiéramos llegar y entrar.

Desde una perspectiva puramente humana, el futuro es incierto.  Los sociólogos y economistas hacen proyecciones estadísticas para tratar de vislumbrar la forma del futuro a partir de las tendencias que hoy se pueden discernir.  En los meses previos a las elecciones los sondeos tratan de vislumbrar cuál será el resultado de las elecciones a partir de la opinión y preferencias electorales de los votantes hoy.  A veces aciertan y otras veces se equivocan de plano.  Los horóscopos, en su forma más inocente, son entretenimientos sin fundamento real que alimentan el deseo de conocer qué va a pasar en el futuro próximo con cada uno de nosotros.  Pero hay todo un negocio charlatán y hasta tenebroso que trata de hurgar el futuro para vislumbrar el futuro por supuestas consultas a los astros, a los muertos o a los poderes del demonio.  En realidad, el futuro está en manos de Dios.

Si nos concentramos al ámbito personal y encogemos nuestra mirada al horizonte de la inmanencia, es decir, al horizonte de este mundo, el último futuro para cada uno de nosotros es la muerte.  Para quien no tiene fe cristiana, nacemos para morir.  Un famoso filósofo ateo lo dijo con todo el dramatismo de que es capaz la expresión humana: “El hombre es una pasión inútil” (J. P. Sartre).  La muerte de cada uno de nosotros los creyentes sigue siendo una certeza futura.  No sabemos cuándo tendrá lugar.  A veces, la edad o la enfermedad nos dan claves para entender que la muerte puede estar próxima.  Pero Cristo ha transformado para quienes creemos en él el sentido de la muerte.  Ya no es el final, sino el tránsito a otro modo de vivir con Dios y en Dios.  Cristo nos reveló otro modo de entendernos y de vivir desde un horizonte de esperanza y plenitud en Dios. 

La principal enseñanza del adviento en este su primer domingo es transmitirnos la certeza de que para quienes confiamos en Dios nuestro futuro es Él mismo.  En días futuros, el monte de la casa del Señor será elevado en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas y hacia él confluirán todas las naciones.  Vengan, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos instruya en sus caminos y podamos marchar por sus sendas.  Esa fue la palabra de Dios en la primera lectura de hoy, tomada del profeta Isaías.  A esa invitación respondimos con el salmo 122: ¡Qué alegría sentí cuando me dijeron: “Vayamos a la casa del Señor”!  Y hoy estamos aquí, Jerusalén, jubilosos, delante de tus puertas.

Por eso Jesús nos enseña a vivir con responsabilidad y confianza.  Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor.  También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre.  Para cada uno de nosotros, esa venida de Jesucristo, incierta en cuanto a su fecha, es el momento de nuestra muerte.  Y aunque justos y pecadores vivan juntos, Dios sabrá distinguir entre unos y otros.  Dos hombres trabajan en el campo; uno se muere, otro se queda; uno se salva otro se pierde.  Dos mujeres muelen juntas; una se muere y otra se queda.  No sabemos cuándo ni cómo. Por eso, Jesucristo nos enseña a estar preparados, es decir, a vivir de tal manera que toda nuestra existencia en este mundo esté dominada, no por el temor de morir, sino por la esperanza de encontrarnos con el Señor y vivir para siempre en su presencia. 

Esa misma enseñanza nos transmite san Pablo en la segunda lectura de hoy.  Ya es hora de que se despierten del sueño, es decir, que dejen de vivir una vida sin propósito ni rumbo, sin sentido ni responsabilidad.  Porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer.  Efectivamente, a medida que pasan los años de nuestra vida temporal, la muerte como paso a la salvación definitiva se nos hace más próxima.  Por lo tanto, la urgencia de vivir con responsabilidad se hace más apremiante.  Comportémonos honestamente, como se hace en pleno día.  Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujurias ni desenfrenos, nada del pleitos ni envidias.  Revístanse más bien de nuestro Señor Jesucristo y que el cuidado de su cuerpo no dé ocasión a los malos deseos.  Para el cristiano la certeza de que Dios no nos ha dado la vida para aniquilarla, sino para que florezca en plenitud, nos debe motivar a transformar esa esperanza en responsabilidad moral y oración.  Jesús fue un maestro de vida eterna y plena en Dios; pero el camino para alcanzar esa vida eterna con Dios es la vida moral aquí y ahora en este mundo. 

+ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán